Seis

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El barrio de Sebastián me recordó el de nuestra infancia. Desde los colores del paisaje a la gente que lo habitaba. Su casa era de aquellas que el gobierno subsidia, angosta y alta, con dos pisos y la posibilidad de agregar un tercero, el que sus vecinos habían construido, al parecer, con sus propias manos. Al comprobar que el tamaño de su vivienda no había sido modificado, noté que en el fondo de mi corazón buscaba desechar la muy alta probabilidad de que compartiera su vida con otra persona, no porque no lo creyera posible, sino porque me aterraba el solo imaginarme dando respuestas nerviosas a una persona desconocida sobre mi fortuita visita. Sin embargo, a pesar de que nadie parecía dignarse a abrir la puerta, no pude escapar del interrogatorio, el que vino desde la casa de al lado en donde una mujer de avanzada edad me observaba molesta.

—¿Qué necesita? —preguntó saliendo del umbral de la puerta desde donde me estudiaba.

Toda mi vida he sido una persona amable, respetuosa, con un especial afecto por las personas mayores, originado tal vez por la ausencia de abuelos o abuelas que me quisieran y aumentado por las condiciones en las que crecí, porque si bien es cierto que dejamos de ser pobres cuando era un niño, seguir viviendo en el mismo barrio por años me hizo ser testigo de la miseria y el abandono en que nuestros ancianos terminan sus días. Por eso le sonreí al saludarla, por eso le hablé con el aprecio que me inspiraba el solo verla para preguntar por Sebastián, y por eso me extrañó que su respuesta no concordara con mi amabilidad.

—¿Quién quiere saberlo? —indagó, al tiempo que me observaba por sobre sus anteojos.

—Ismael —contesté, extendiéndole mi mano, la cual rechazó—. Somos amigos.

Ella volvió a estudiarme unos segundos, incluso volteó a mirar mi auto hasta que finalmente, sonrió.

—¡Ese niño! Espéreme.

La mujer salió de su casa, caminó hasta estar junto a mí y extendió su mano.

—Amada —saludó.

Casi por arte de magia, la mujer ya no parecía odiarme, pero tampoco se veía muy feliz. Murmurando algo que no entendí, revolvió el bolsillo enorme de su delantal de cocina y sacó desde ahí un manojo de llaves para luego, sin golpear ni pedir permiso, abrir la puerta y hacerme pasar. Sentí un escalofrío una vez que estuve en ahí. Todo era tal como imaginaba: la casa pequeña, sencilla en su decoración, con los muebles precisos para una persona que en apariencia vivía sola. Estaba reluciente y ordenada, con un exquisito y suave olor a albahaca proveniente de la cocina, la cual estaba al fondo, separada del living solo por un muro que había sido dividido a la mitad para instalar sobre él una mesa americana, con dos asientos. Sobre ella, un frasco de café, siete frascos de hierbas, y miel. En el living lucían dos pequeños sofás individuales, muchas plantas, una mesa con algunos libros y revistas que evidenciaba su uso diario, y un gato gordo y peludo. Eso sí fue una sorpresa, pues hasta donde yo sabía en ese momento, a Sebastián no le gustaban los gatos. Sonreí ante ese pequeño descubrimiento cuando Amada gritó:

—¡Voy a subir! —Y sin esperar respuesta, lo hizo.

Me quedé abajo, por supuesto, de pie en la escalera mientras ella subía con total confianza. ¿Quién sería esa persona para Basti? De seguro alguien querido, pues la oí hablarle con cariño, y a él refunfuñar como un niño. Nunca le gustó que lo despertaran. No escuche más que murmullos, pero tras un leve ajetreo, por fin bajó. De pronto se me sentí todavía más nervioso. ¿Cómo no iba a estarlo, si lo conocía tan bien como para imaginar su molestia al verme?, y sabiendo eso, tenía que ser capaz de hablarle, de decirle que nos comportáramos como adultos, que fuéramos a casa de mis padres y —luego de decirnos adiós— tratáramos de recuperar algo del tiempo que perdimos. Si es que estaba dispuesto, claro.

Fuimos todoWhere stories live. Discover now