Uno

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Hasta ese día, nunca me había preguntado si en algún minuto me sentiría avergonzado o nervioso por contarle a mi hija, Violeta, sobre mi adolescencia. De hecho, mientras lo meditaba con esa rapidez que solo antecede los más grandes desastres, imaginé que sería de gran ayuda contárselo en la edad en que buscan su propia identidad, sobre todo si en algún momento sentía curiosidad o estaba indecisa sobre su orientación sexual. Jamás, y aún me niego rotundamente, imaginaría a mi pequeña niña rechazándome o sintiendo escalofríos de lo que pudiese llegar a contarle. Ella no será así, estoy seguro, porque siempre estaré a su lado. En ese mismo microsegundo eterno en que todo fuera de mi mente avanzó en cámara lenta, miré de reojo a Anahí, mi esposa, seguro de que ella sería el principal problema si finalmente decidía hablar. Es buena, lo sabía, pero siempre fue tan apegada a lo políticamente correcto, que tener un esposo con un pasado como el mío no le haría ninguna gracia.

La verdad, me dio un poco de lástima saberla tan segura de su intachable vida, pero también creo que sería capaz de reír al recordarla con ese vestido tan blanco y pomposo el día de nuestra boda, jurando ante ese Dios en el que tanto cree, que lo nuestro sería para siempre, en las buenas y en las malas, en la salud y la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza. Recuerdo que de inmediato pensé en cuánto tardaría en pedirme el divorcio una vez que se enterara de todo. ¿Quién se quedaría con Violeta? Fue horrible imaginarlo, porque yo no iba a separarme de ella y sé que Anahí tampoco, por lo que de seguro terminaríamos asistiendo a un tribunal en donde yo perdería la tuición producto de los secretos de mi pasado.

Podría haber seguido imaginando el desenlace de todo, pero debía reaccionar, y pronto. Georgina, mi muy poco encantadora suegra y madre de Anahí, me observaba un tanto perpleja por lo que supongo, atribuyó a una extraña falta de cortesía de mi parte. Pero lo cierto, es que no sabía cómo proseguir. ¿Tenía que fingir que jamás lo había visto o debía solo saludarlo con la alegría del reencuentro entre dos viejos amigos? ¿Cómo le vuelves a hablar al responsable de cambiar tu percepción de la vida para siempre?

—¡Son bellísimas! —exclamó Anahí, acariciando el espléndido resultado del que Georgina alardeaba, como si hubiesen sido sus manos las que trabajaron en ello.

Me volteé nervioso al oír la fascinación con que ella disfrutaba de las rosas y la vocecita alegre de Violeta desde el suelo. La verdad, me habría encantado decirle que esas flores no eran nada para lo que sus manos podían hacer. Fue ahí que confirmé lo que tanto temía. No era capaz de hacerlo, no ahí, al menos. No podía presentárselos, ni saludarlo como si nada en mí se remeciera al verlo. Nunca he sido capaz de mentir, pero me guardé una vez más el secreto, y esa tarde, Anahí y su madre estuvieron seguras de que nunca vi flores más bellas.

Finalmente, opté por saludar y esconder lo que ocurría en mi interior, y aun cuando estaba demasiado nervioso, traté de sonreír y aclaré mi voz, lo observé, pero no fui capaz de mantener la mirada mientras le extendía la mano para estrechársela. Sus ojos tenían la misma expresión de aquel día, oscura y triste, casi despojada de valor. Volví a obligarme a sonreír, pero me fue imposible. Sebastián se quitó los guantes y apretó mi mano, no sé si sonreía, no sé si me miraba, pero sé que lo hizo con la fuerza suficiente de un sí, soy yo, también me asombra verte aquí ,y la dulzura de un no me olvidé jamás de nosotros.

De nosotros.

Estoy seguro de que es su mente estaban las mismas imágenes.

¿Qué debía hacer? Deseaba mirarlo, pero estaba seguro de que mis ojos se estaban nublando de emoción, y si me concentraba en él, aunque fuera por un solo segundo, terminaría llorando en el suelo, pidiéndole perdón por continuar con mi vida, tener una esposa hermosa, delgada y bien vestida, y una hija que heredó todos los rasgos caucásicos de su madre. No sabía cómo reaccionar ante esa casualidad cruel y poco probable, y Sebastián tampoco ayudó. Él se limitó a mantenerse de pie, escuchando los elogios que Anahí y su madre le dirigían —sin mirarlo jamás a los ojos, claro está—. Basti no respondió y les sonrió, en silencio. Si no había cambiado demasiado, podría asegurar que lo hizo para esconder lo mucho que le desagradan las personas como ellas, tan estiradas y seguras de que el mundo está a sus pies. Entonces recordé que tampoco me agradaban, y volví a sentirme el traidor de la historia.

Para mi sorpresa, esa culpa que suponía, me había abandonado, aún estaba ahí, intacta, peleando por salir. Tomé mi celular con cuidado, y de forma tan cobarde como siempre, activé mi ringtone y hui.

—Permiso, ya vuelvo —me excusé.

Corrí nervioso y subí las escaleras hasta el baño del tercer piso. ¡Del tercer piso! ¡¿Por qué si solo vivía ahí un par de viejos jubilados tenían una casa con tres pisos?! Abrí la puerta y una vez que el seguro estuvo activado, me sentí tranquilo. Allí arriba no se oían las risas falsas de esa familia que me trataba con tanto aprecio solo por ser Médico, porque si fuera el encargado de la leña, no sabrían ni mi nombre. Asustado de lo que es espejo me pudiera mostrar, me observé en la pared reluciente de ese baño que era más grande que mi habitación de niño. El reflejo solo me confirmó que estaba hecho un lío, y con el aspecto que tenía, no me habría extrañado que todos notaran mi incomodidad. Comencé a mojar mi rostro para bajar la rojez de mis mejillas con el agua fría, pero no hubo efecto. Mi pulso estaba acelerado al igual que mi respiración. Intenté contar hasta diez, hasta veinte, hasta treinta, hasta cuarenta; pero solo venían a mí las imágenes de mis tardes junto a él; de nuestros partidos de fútbol en el patio de la escuela; de las cenas en casa de mis padres, que luego fueron almuerzos y luego desayunos; de nuestras conversaciones sobre el futuro, de nuestras promesas sobre el futuro, de nuestras peleas sobre el futuro. Quise recuperar la compostura, pero me fue imposible, y no sé con exactitud cuánto tiempo pasé escondido allí. Solo sé que al cabo de un rato, cuando la luz del sol ya había cambiado de tonalidad, escuché la voz de Anahí buscándome. Volví la vista al espejo, y al menos creí parecer una persona normal.

—¡Voy! —grité desde arriba.

Pero quien bajó las escaleras ya no era la misma persona. Sebastián había vuelto a mi vida, y no estaba ni remotamente preparado para eso. Ya no podía volver a mirar a mi esposa sin sentir que le había ocultado la más bella y dolorosa parte de mi existencia. No podía coger en brazos a Violeta sin desear que sus ojos jamás presenciaran la vida como es, casi deseando volver atrás y evitar su nacimiento, para que nunca se sintiera como yo en aquellos días en que comencé a perderlo, o cuando me convencí a mí mismo de que finalmente, era él quien me perdía. Me dolía saber que todas las predicciones se materializaron en nosotros. Que todas las estadísticas tuvieron razón. Que nuestros destinos estuvieron trazados desde el momento en que nací en una familia que me amaba, mientras otro bebé era abandonado a su suerte.

—¿Qué ocurre? —preguntó ella, una vez que estuve en la primera planta. Con suavidad posó su mano sobre mi mejilla, y sonrió con ternura.

La mano de Sebastián no era como la suya. Esas eran las manos de un hombre que trabaja en la tierra, ásperas, gruesas, firmes. Anahí, en cambio, tenía piel de porcelana, porque gastaba en cremas lo mismo que de seguro su madre le pagaba a Basti por cuidar de su jardín. Basti. ¿Recordará que solo yo podía llamarlo así? Suspiré, y tomé su mano entre las mías.

—Irene, la abuela de la que te hablé, se está agravando —mentí. Por primera vez, le mentí a mi esposa.

—Oh, Isma, ya para con eso. Te lo he dicho muchas veces, no debes involucrarte con los pacientes. Tienes que aprender a dejar los problemas del hospital en el hospital. Ya no eres estudiante.

Sonreí satisfecho con mi mentira, seguro de que nadie se imaginaba el origen de la tristeza que comenzaba a notarse en cada fibra de mi piel. Sonreí, porque ninguno de ellos sabría jamás lo mucho que dolía una amistad tan intensa y un amor tan profundo, tan dulce, tan puro; y porque menos aún pensarían, que años atrás, este médico no tan exitoso como amable, con el que las pacientes y las colegas de turno coquetean con descaro, estuvo enamorado de un chiquillo que tiene su misma edad, pero no su misma suerte.

Fuimos todoWhere stories live. Discover now