Capítulo 1

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Que espere en casa, esa es la frase que la policía local me dio al denunciar la desaparición de Eva. Que espere en casa, cada vez que la pienso la garganta se me llena de pólvora.

Cómo se supone que espere, si la conozco lo suficiente para no tener que esperar las malditas veinticuatro horas para saber que algo le ha pasado. Si ya he preguntado a las personas que nos conocen y ellos a su vez han buscado conmigo en los lugares de siempre y hasta en los más raros. Al final, acudo a la comisaría solo para que me despachen a la calle con esa maldita frase sin siquiera enfrentar mis ojos.

Apretó con fuerza el pañuelo en mi cuello debido al viento de la noche y apresuro el paso. Voy de vuelta a casa con el corazón apretado porque una parte espera que mi hermana esté allí, que solo se le hubiera olvidado el avisarme o que me cuente, con una de sus amplias sonrisa, alguna nueva travesía que la hizo hoy desaparecer y ni siquiera abrir la tienda de antigüedades heredada por nuestros padres.

Las manos me tiemblan, porque las luces están apagadas igual que cuando me fui, y la llave en ellas no me colabora a abrir con mayor rapidez la gran puerta blanca. Para cuando lo logran es una silenciosa oscuridad la que me da el recibimiento. No necesito prender las luces, no cuando conozco al detalle la posición de cada cosa y mueble porque, desde que la casa de mis padres se volvió de mi posesión, jamás me atreví a cambiar la más mínima cosa de lugar. Me apoyo en el brazo del sofá, ya no sé dónde buscar; este es un pueblo pequeño, aunque la ciudad que lo ha alcanzado lo comienza a engullir de a poco.

Por un momento, un amargo vacío invade mi pecho, haciéndome sentir diminuta y como si el mundo entero desapareciera dejándome en la más dolorosa soledad y apretando hasta el aire dentro de mis pulmones. Entonces, el teléfono suena y aunque no me quita esta sensación, me apura a atenderlo con el corazón en la mano a la espera de una voz; voz que no es la que me llega del otro lado del tubo. Es Alicia, amiga cercana que solo me dice que seguirá buscando, porque nada ha encontrado, y que no pierda la esperanza; palabras y acciones que agradezco antes de cortar. Tiene razón, no puedo quedarme aquí, tengo que seguir buscando.

Es cuando tomo mis llaves y corroboro, como si no estuvieran siempre allí, como si no lo hubieran estado hace unas horas al pasar por aquella casa, la copia del juego de llaves de la tienda y planta alta, donde vive Eva, que un suave ruido, el cual viaja por las escaleras hacia los dormitorios, llama mi atención deteniendo todo movimiento. Agudizo el oído, y sin esperar más, cuando lo vuelvo a escuchar corro al piso de arriba donde se encuentran las habitaciones y terminó parada frente a mi dormitorio, el único que he tenido desde mi infancia. Mis manos empuñan el redondo picaporte y recién noto que no lo estoy girando cuando los grabados de hojas se imprimen sobre mi piel por la fuerza que le estoy aplicando. Suelto el aire que la corrida no me quitó y vuelvo a encontrarme con la nada pero ya no oscura, porque he olvidado cerrar la persiana y la luz de la calle se cuela en la pieza.

Busco el ruido, pero ya no está y las lágrimas que llevo a cuesta desde la mañana se desbordan, dejándome en el suelo sostenida del marco, como un náufrago a la deriva. Pero en medio de mi llanto el sonido como de un vidrio al partirse me hace levantar la cabeza y desde esta posición puedo ver mi espejo del tocador con una fisura que le atraviesa en diagonal. Me acerco lentamente y otra brillante línea se forma, la punta de mis dedos toca el punto de fisura antes que mi mente procese todo aquello y es cuando mis dedos se hunden por no encontrar superficie firme mientras el espejo se rompe alrededor de los mismos. Por instinto, retiro mi mano y la recojo contra mi pecho. El espejo vuelve a tener solo dos líneas de rotura, pero sé lo que ví, por un instante, el reflejo no eran de mis ojos a pesar de la extraña heterocromía marrón y gris. Eran los de mi hermana mayor, y estaban desesperados.

No necesité más de medio segundo para saber lo que debía hacer. Subí una rodilla a la antigua y delicada mesita del tocador y me zambullí en aquel mar de espejos rotos.

Del otro ladoWhere stories live. Discover now