Epílogo

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—Te veo más feliz que de normal.

Alcé la mirada hacia los ojos de mi madre, que me miraban con un brillo de picardía.

—¿A dónde quieres llegar, mamá? —pregunté, respondiéndole con la misma sonrisa.
—¿Hoy no llega Noela?

Dejé que la comisura de mis labios se elevara por voluntad propia, mientras fijaba mi mirada en la bolsa que estaba preparando.

Desde que Noela se había ido, yo había vuelto a mi piso. Pero cuando podía venía a dormir a casa de mi madre para estar con ella. Me daba la sensación que había perdido todos esos años en los que la sombra de Dylan me perseguía. Y tenía la necesidad de recuperar el tiempo perdido.

Era como si, aquella presión que sentía, no me hubiera dejado ser yo mismo. Como si fuera un esclavo en la que solo se me permitía sobrevivir. Y, con aquella liberación, empezaba a ser yo.

Me reí al pensar en ella de nuevo y en cómo me había cambiado la vida.

A raíz de aquello, descubrí cuáles eran mis sueños, qué es lo que quería hacer con mi vida y con quién quería compartirla. Sobre todo con quién quería pasar todos los segundos de lo que me quedase de vida.

Habían pasado tres —largos y desesperantes— meses desde la noche que cambió mi vida. Noela se fue al día siguiente para cumplir la promesa con su hermana y me dejó tiempo para que yo entendiera qué podía ser feliz. 

Aunque, para ser sincero, en cuanto la vi marcharse por enésima vez a Madrid, supe que no necesitaba mucho más tiempo para saber que la quería en mi vida. Qué digo. Lo supe desde nuestra primera conversación en el balcón. 

Así que, después de tres meses que estaba convencido que habían sido como tres años, volvía y esta vez, sin fecha de caducidad.

Por fin. 

—¿No me vas a contestar?
—Me voy, mamá —sonreí, mientras le daba un beso en la mejilla y me dirigía hacia la puerta.
—Eres un sinvergüenza —Me soltó con una sonrisa que indicaba todo lo contrario a lo que habían dicho esas palabras.

Ella también había cambiado, parecía mucho más feliz y relajada. Y eso me hacía feliz, ella más que nadie se merecía recuperar el tiempo perdido.

—¿Váis a venir a cenar? 

—No, mamá. 

—¿Y a comer? 

Abrí la puerta y la miré, sintiendo como me tiraba la piel por la sonrisa que no podía esconder. 

—Voy a secuestrarla, como mínimo una semana. 

Lo último que escuché fue mi nombre con resignación al cerrar la puerta detrás de mí. 


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SetestreloWhere stories live. Discover now