La expulsión

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Magnus iba absorto en sus pensamientos y no se percató de nada hasta que estaban encima de Clandon Park.

—¡¿Qué demonios?! —golpeó el techo con el bastón y se bajó antes de que el carruaje se detuviera por completo. Con grandes zancadas recorrió la distancia que le faltaba para llegar hasta la puerta de su casa. Mientras tanto, observaba los coches estacionados en el frontis, sin poder creer lo que veía. Por un momento pensó que se había equivocado de propiedad y retrocedió unos pasos para observar bien. Pero no, era imposible. Su cochero llevaba años con él y era imposible que se equivocara. Y los caballos, eran capaces de encontrar el camino con los ojos vendados. —¡Lonely! ¡Lonely! —gritó en cuanto alcanzó la puerta.

Sin esperar a que el mayordomo apareciera, Magnus recorrió su casa. No serían más de treinta personas las que se paseaban por los salones, pero para el conde era una multitud. Iba a abrir la boca, cuando apareció Mary Dalton en el centro del salón principal.

—¡Queridos míos, la cena está servida!

En ese momento aparecieron sirvientes que él no conocía, para conducir a los invitados e indicarles los puestos que debían ocupar en la mesa.

"Claro, tenía que ser ella", pensó, mientras discurría qué acciones tomar en ese preciso momento para acabar con la charada de su suegra. Sin embargo, decidió en último momento que si expulsaba a los invitados se armaría un escándalo de proporciones, por lo que se tragó la rabia y se dirigió a sus habitaciones, pero antes pasaría a ver a Harry.

Magnus golpeó la puerta de Olivia, pero no recibió respuesta. Preocupado, la abrió con lentitud para mirar adentro. La joven se paseaba por la habitación con el niño en los brazos, mientras tarareaba una canción. Él la observó y casi se convence de que su cuñada era una mujer inocente, pero su ira retenida por tantos minutos fue más poderosa.

—¡No me diga que usted no sabía nada! —exclamó alterado.

—Silencio, Harry acaba de dormirse. Ha estado muy inquieto con tanto ruido.

—Ruido del que usted no sabe nada, por cierto.

—En efecto, no sé a qué se debe.

—¿Me dirá que es inocente?

—¿De qué se me acusa? ¿Me lo puede explicar, porque no entiendo?

Magnus la miró con desprecio.

—Por lo visto, las Dalton nunca tienen suficiente —dijo él, y abandonó la habitación.

Nadie se había dado cuenta de la presencia del conde, y gracias a que él tuvo la precaución de ordenar al cochero que continuara hasta el establo, la situación permaneció igual por todo el resto de las horas que duró la fiesta. Si Olivia había advertido a su madre, eso no le importaba, ya arreglaría cuentas con las dos por la mañana. Finalmente, la impaciencia y la frustración no le quitaron por completo las ganas de descansar y no supo en qué momento se durmió. El canto de las aves de corral lo despertó cuando amanecía.

A la hora del desayuno solo estaba Olivia en la mesa. Magnus se sentó en silencio sin saludar y tomó la servilleta del plato para cubrirse las piernas. Luego de un roto, en los que pensó que ya tenía su genio más calmado, le dirigió la palabra a su cuñada.

—¿Su madre? —preguntó.

—Aún no ha bajado. Se fue muy tarde a la cama.

—Tiene prisa por expulsarnos de su casa.

—¿Me lo reprocha?

—Está en su derecho.

—¿Usted lo sabía?

Olivia dudó: ¿qué era más importante, cuidar a su sobrino o ser fiel con su madre? La respuesta era clara.

—Pensé que usted había dado su autorización.

—¿Lo conversó con ella?

—No.

Magnus se puso de pie, rodeó la mesa y puso sus manos en los hombros de ella y se inclinó hasta quedar cerca de su oído izquierdo.

—Está bien, le creeré, solo por ahora.

Luego se enderezó y abandonó el comedor dejándola a ella sola y desorientada. ¿Qué había sido eso? Sentía un calor extraño en la nuca. Todavía el aliento de él, le erizaba los vellos cercanos a su oreja. Hubiera preferido que en vez de pronunciar aquellas palabras tan sospechosas, le hubiera besado el cuello. ¿Besado el cuello? ¡¿Qué?! Se estaba volviendo loca, no cabía duda de ello.

Olivia se levantó de la mesa y corrió hacia su habitación. No había terminado el desayuno, pero una tenaza le oprimía la garganta y no podría tragar un bocado más; quizás durante todo el día.

Mary Dalton tocó con suavidad a la puerta de la biblioteca, luego abrió la puerta y entró.

—¿Usted mandó por mí, lord Barrington?

—¿Habló usted con su hija Olivia?

—No, milord. No la he visto.

—Y usted sabe lo que hizo, ¿no es así?

—¿Quién? ¿Olivia? No.

—Usted, señora. ¡No colme mi paciencia! ¿Pensó que se saldría con la suya y no me daría cuenta?

—No sé de qué me habla. Acaba de llegar y ya me está acusando de algo que no tengo la más mínima idea.

—¡No vengo recién llegando, señora! ¡Regresé anoche y vi todo con mis propios ojos! ¡Mi propiedad invadida por gente que no conozco!

—Si les diera la oportunidad de tratarlo.

—¡No me interesan!

—Entonces por eso se murió la pobre Lilly. La mantuvo encerrada por todo este tiempo.

—¡Se equivoca, ella no quería salir! Lilly se enfermó después de un viaje que hicimos a Manchester. Y para que lo sepa, esta gente no deseaba a Lilly en su círculo, si vinieron ahora fue por mera curiosidad; por saber cómo es la familia de la «advenediza Lilly», porque así la llamaban a mis espaldas.

Mary se sentó para no caer. Estaba muy impresionada y no tenía palabras para defenderse.

—Ahora, señora Dalton, deberá tomar todas sus pertenencias y marcharse. No la quiero más aquí, es una mala influencia.

—¿Y Olivia?

—Eso lo decidirá ella, pero usted se marcha hoy mismo.

Insoportablemente enamoradaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora