Prólogo

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Bombas.

Sabía que caían bombas y que morían personas mientras me estremecía en aquella diminuta habitación junto con cincuenta personas más. Me tapaba los oídos e intentaba evadirme del mundo, pero era inútil. No había manera de que aquellos sonidos se fueran de mi cabeza.

Había pasado tanto tiempo escuchándolos que podría decirse que me acostumbré a aquello.

Todos los que estábamos abarrotados en aquel lugar mantuvimos silencio. Sólo se podía escuchar los ruidos externos, y de alguna manera preferí que no fuera así. Escuchábamos bombas y gente gritar; personas muriendo, luchando por sus vidas.

Me abracé a mis rodillas aún más. No conocía a nadie en aquel lugar, y la mayoría eran ancianos y niños pequeños. Me sorprendió que estuviéramos todos callados. Supuse que el silencio era nuestra arma, como si mantenernos con los picos cerrados nos salvarían de las bombas.

En realidad rezaba que ninguna bomba alcanzase aquel diminuto refugio, aunque sabía que la posibilidad de que nos cayera uno encima era mayor que la de que no pasase.

El aire apenas corría en aquel lugar. Me sentía ahogada física y psicológicamente y quería salir de allí cuanto antes. Pero salir significaba exponerse a la guerra, exponerte a tu propia muerte. Un suicidio.

No, aún no era la hora de morir. Tenía dieciocho años, era mi cumpleaños, no quería morir el día de mi nacimiento. Había alcanzado la mayoría de edad y no quería morir en un refugio de ancianos y niños.

No era mi hora.

Me hice un ovillo en esa esquina en la que estaba y cerré los ojos lo más fuerte que pude... y esperé a que los ruidos cesaran.

*****

Me desperté.

Sentía el cuerpo como si fuera plomo. No era normal sentirlo tan pesado, pero luego me di cuenta que encima mía había una anciana. Me alarmé e intenté moverme de una manera que pudiera comprobar si aquella mujer estaba bien. Puse dos dedos en su cuello. No sabía si aquella mujer seguía viva, y mi corazón estaba a mil, pero no encontraba su pulso. Entré en pánico y rápidamente me aparté del cuerpo.

Sentía un olor extraño en el aire. No quería pensar en el nombre de lo que pudiera haber sucedido, pero realmente parecía de putrefacción. Tuve ganas de vomitar.

Me levanté como pude, cogiendo mi mochila (en la que llevaba una manta, un abrigo y poco más) y me hice paso tras las docenas de personas que se encontraban en el suelo, intentando mirarlos lo menos posible, ya que por una rejilla de aquel refugio (si se podía llamarle así) entraba un pequeño rayo de luz. No sé por qué sentí que era como un rayo de luz de esperanza.

Abrí la puerta y salí como pude por el pasillo, intentando contener el vómito por la desagradable mezcla de olor a putrefacción, moho y muerte. Estaba segura que antes de la guerra podría afirmar que el olor a muerte no tiene un olor específico, pero tras haberlo vivido en primera persona, rectificaría al instante.

La muerte tiene un olor, y creedme que es peor que todos los olores desagradables que conozcáis juntos. La muerte entra físicamente por tu cuerpo, pero tiene una capacidad de penetrar en tus entrañas psicológicamente y no salir de ella nunca. Es un olor que no se te olvida; con una vez te marca. Y es algo que no quieres experimentar nunca más.

Cuando salí al exterior, el sol me dio de lleno en la cara. No recordaba cuándo fue la última vez que estuve expuesta al sol por completo, recordaba vagamente que veía poco más que unos rayos a través de rejillas del refugio.

The Crown Is Mine (#TCIM 1) © [Editando]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora