Desde que sus ojos hicieron contacto con los ajenos, lo supo: No estaba tratando con niños ordinarios. Recordaba su primer encuentro con el cobrizo, antes de que las estaciones cambiaran, y lo inesperado que fue encontrárselo, pero a veces los dichos tenían razón. Esta vez, las cosas inesperadas sí fueron agradables.
Lo que Cristina Vidal nunca se imaginaría la importancia que tendrían esos niños en su vida.
En pocos meses, ese dúo de adolescentes que trabajaban para ella se volvió más que unos simples empleados. Cristina era una mujer solitaria antes de encontrar al cobrizo robando su negocio. Vivía una vida monótona en una parte de la ciudad que aún conservaba su aire de pueblo, sin mucha más preocupación que la ocasional llamada por parte de su hermana o de su sobrina. Y, de pronto, se encontró a sí misma ayudando a los okupas sobre los que sus vecinos murmuraban cuando sacaban la basura en las mañanas.
¿Quizás había sido el tan famoso instinto maternal que nunca sintió? No lo sabía. Sólo sabía que algo la había obligado a tenderles la mano. Y no se arrepentía ni un poco. Ver a Sho ganar más autoestima con el pasar del tiempo; ganarse la confianza de Vlad, todo eso valía la pena en maneras que no podía poner en palabras. Se sentía casi como un privilegio.
Justo por eso supo que debía mentirles a aquellos desconocidos.
Ella se había ido a vivir a esa cuidad cuando las cosas empezaron a decaer, un escape de la capital en la que había crecido, ciertamente un gran cambio. No era fan del ajetreo y la vida en esa ciudad con vibras pueblerinas era justo lo que necesitaba. Justo por eso había dejado sin seguro su puerta: su vida era tan imperturbable que terminó por perder la costumbre. ¿Quién le iba a robar? ¿Uno de sus vecinos? ¿El nieto ajeno que conocía desde su nacimiento?
Eso no quería decir que no podía reconocer militares cuando los veía. Y esos extraños que llegaron a su local demandando respuestas como si poseyeran el lugar tenían un letrero neón que delataba su identidad. Algo en su postura antinaturalmente recta, en su forma de hablar sin inflexiones, en la fingida sonrisa de la pelirroja. Algo le dijo a Cristina que no eran buenas personas.
— ¿Qué demonios haces aquí?
Sus palabras salieron más severas de lo que quería, pero la urgencia en la pregunta no podía ser disimulada. Le habían enseñado una fotografía que parecía sacada de prisión. Lo que sea de lo que estaban huyendo estos niños, los había alcanzado y era momento de que se fueran.
— No podía irme sin darle las gracias por todo— Contestó el chico de ojos celestes. A diferencia de la primera vez que habían cruzado miradas, esta vez no había una pizca de miedo.
Intentó contenerse, sabía que Vladmiri no era una persona a la que agradara el contacto físico y técnicamente no eran más que empleadora y empleado. Intentó contenerse, pero terminó abrazándolo con todas sus fuerzas, alegre de ver que todavía no lo habían encontrado.
«Tienen que irse» se repitió en su mente, más como una forma de recordarse a sí misma que no podía ser egoísta que como una explicación. Tenían que irse, no importaba cuánto quisiera que se quedaran.
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Su tarea estos meses había sido juntar la mayor cantidad posible de información sobre el mundo exterior, tan parecida a su tarea cuando estaban en el complejo que no prestó atención. Los líderes de tres generaciones recurrieron a su habilidad para recordarlo todo y lo volvieron una de las mejores cartas que tenían. Dentro del laboratorio aprendió sobre formas de conseguir comida en el exterior, primeros auxilios, medicinas y técnicas de supervivencia; fuera, aprendió todo lo demás.
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ERROR II: Fugitivos || Zodiaco
General FictionSiempre les gustó creer que eran los elegidos. Un plan que se remontaba generaciones atrás, un plan para ellos. Crecer creyendo que ellos lo iban a lograr fue lo que los obligó a seguir adelante con tobillos rotos y cadenas en su cuello; y ahora que...