Condición para la guerra

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"Acércate, humano. Siéntate en este círculo. No temas a este anciano mosho cuyas plumas rojizas caen y cuyos grandes ojos ya casi no perciben. Permíteme contarte cómo el amor triunfó sobre la guerra.

Hace mucho tiempo, en un pasado lejano, estalló una violenta guerra entre un gran reino que acogía a todas las razas, incluidas las huestes exiliadas de otros lugares, y un imperio conformado únicamente por dos razas primordiales: los honorables gigantes yosais y los ambiciosos morjas.

El reino era gobernado por un humano llamado Rey Farosi, mientras que en el imperio, de acuerdo con un acuerdo político con los yosais, reinaba un morja que ansiaba conquistar todo lo que veía.

En este sombrío escenario se encontraba el Rey Farosi y su hijo, Fazor, junto a sus valientes héroes de la guardia real. La batalla se volvió atroz, y en un giro del destino, el emperador logró capturar al rey estrujándolo con sus manos mecanizadas. Sin embargo, su hijo, sin titubear, disparó varias flechas al emperador, hiriéndolo gravemente y forzándolo a soltar a su padre.

Corrió el príncipe hasta su padre, que estaba gravemente herido y le dijo: "Hijo, Fazor, mi sangre, prométeme..."

"¡Lo que desees, padre!", respondió Fazor.

El rey Farosi, con sus últimas fuerzas, le pidió a su hijo que asegurara un heredero y luego regresara para defender los derechos de su reino y vengar su muerte. "¡Lo prometo!", fue la respuesta sincera de Fazor.

Con esta promesa escuchada por sus generales y soldados, la guerra en ese bando se detuvo temporalmente, y algo similar ocurrió en el bando contrario.

Después del luto y la coronación de Fazor, en la sala del consejo, cada miembro expuso los problemas del reino. Todos planteaban la posibilidad de volver a la guerra. El nuevo rey se levantó entre ellos y, en un tono alto, declaró: "Señores del consejo, si desean la guerra, la tendrán. Solo necesito cumplir la promesa que hice a mi padre. Aceptemos a cada exiliado y refugiado que se acerque al reino, enrollemos a todos como soldados. Enviemos a los gremios de herreros a encender sus hornos y forjar armas y armaduras. Instruyamos a los granjeros para que preparen suficiente alimento para cientos de batallones. En un año, regresaremos a la guerra."

Un silencio emotivo llenó la sala antes de que el rey se retirara para buscar a su prometida, a quien la reina madre había permitido casarse con él. Ella no era hija de rey, emperador o acaudalados; era la hija de un sencillo herrero que, como condición, exigió una misión a cambio de su hermosa hija. El rey aceptó, y junto con un grupo de héroes, partió en busca del metal más raro que existía.

En el reino de Serquas, gobernado por un rey herrero que vivía rodeado de oscuridad, encontraron el metal que buscaban. El joven Fazor se enfrentó a quienes intentaron detenerlos hasta que el rey herrero, convencido de su valía, les entregó el preciado metal para forjar sus armas y les otorgó presentes de honor.

De vuelta en su reino, Fazor entregó los presentes a su futuro suegro. Hubo una boda y siete días de festividades, los cuales anticipaban el regreso a la guerra.

Sin embargo, pasaron meses y no hubo señales de embarazo. Transcurrió medio año sin noticias de un heredero. Al cabo de un año, solo quedaba tristeza. La reina se disculpaba, como si fuera culpa suya que el destino no le concediera el don de la maternidad. Hizo todo lo que médicos y brujos sugirieron para dar buenas noticias, pero pasaron más de un año y tres meses.

Un día de primavera, los guardias de la muralla avisaron que se acercaba una caravana. No era una caravana común; llevaba banderas del imperio y banderas blancas de rendición. Aunque todos creían que era una trampa, se prepararon para recibir al mensajero en presencia del rey, listos para cualquier noticia que pudiera entristecerlos aún más.

El mensajero se adelantó y dijo: "Rey Fazor, permítame dirigirle unas palabras". El rey asintió para que continuara. "Vengo del imperio gobernado por el yosais, el emperador Tobehum. Buscamos la paz y traemos ofrendas."

El rey expresó su escepticismo: "No hay ofrendas que puedan compensar la pérdida de vidas, especialmente la de mi padre."

El mensajero respondió: "No pretendemos comprar la paz". Acto seguido, presentó objetos tecnológicos, animales exóticos, oro, joyas, armaduras y libros excepcionales.

El rey Fazor se preguntó si tales regalos podían apaciguar la ira del reino. El mensajero le reveló el regalo más importante, pero insistió en hacerlo en privado.

En la sala del consejo, todos aguardaban ansiosos. El rey Fazor, aún escéptico, cedió y escuchó al mensajero. Este le entregó un bebé varón, el heredero que tanto habían deseado. La felicidad de la pareja fue inmensa y, durante días, celebraron la llegada del príncipe Farckos, un nuevo eslabón en la ancestral genealogía de la familia. Siete días de fiesta marcaron la ocasión.

Un año más tarde, en la sala del consejo, todos dieron sus informes, pidiendo volver a la guerra. El rey Fazor postergó la decisión una vez más, esta vez exigiendo que su hijo pudiera caminar sin ayuda, demostrando que el futuro gobernante no gatearía, sino que avanzaría con determinación. El consejo aceptó esta nueva condición.

Los meses pasaron, y el niño creció con una belleza y ternura que conmovía a todos los que lo conocían. Finalmente, llegó el momento de una nueva reunión del consejo, donde todos instaban a volver a la guerra. El rey volvió a posponer la decisión, esta vez argumentando que el niño debía aprender a hablar para mostrar que nunca se quedaría callado ante la injusticia. El consejo, aunque ansioso por la guerra, aceptó.

Cuando el niño finalmente pronunció sus primeras palabras, uno de los consejeros llamó a una reunión urgente para informar al rey. Al entrar, el rey impuso una nueva condición: el niño debía poder sostener un escudo para demostrar que siempre protegería los intereses del pueblo. Los consejeros se miraron entre ellos, dudando de que el rey cumpliera su promesa.

Los soldados cercanos al rey hicieron todo lo posible para que el niño levantara un escudo, incluso crearon escudos especialmente ligeros para él. Cuando finalmente lo lograron, el rey impuso otra condición: el heredero debía ser capaz de levantar una espada para demostrar que podría defender al reino. Los consejeros, frustrados por las continuas demoras, proporcionaron una espada liviana, una armadura resistente pero liviana, un arco con su aljaba llena de flechas y todo lo necesario para que un niño de siete años pudiera usarlo. El rey percibió que esto se hacía para evitar más postergaciones de la guerra.

Un día, preocupado, el rey Fazor se acercó a su esposa y le explicó la situación: ya no podía aplazar más la inevitable realidad de la guerra. Su esposa lo consoló y le dio su consentimiento para hacer lo que considerara mejor para el reino y la familia. Fue a hablar con su hijo, quien lo abrazó con cariño y le demostró su amor. El rey admiró a su hijo y tomó una decisión.

En la siguiente reunión del consejo, el rey Fazor llegó con sus héroes, todos listos para la batalla. Golpeó la mesa y declaró: "Es hora de cumplir mi juramento. Agradezco a todos ustedes por recordarme esta promesa. Ahora que tengo al heredero que tanto anhelé, recuerdo que juré defender los derechos del reino y luchar contra quienes los amenacen". En ese momento, se escuchó el sonido de espadas desenvainándose, y sin previo aviso, las cabezas de los consejeros rodaron por el suelo.

El niño nunca creció, y el rey nunca fue a la guerra."

Relatos del Búho RojoWhere stories live. Discover now