• Siempre odiaré los barcos • Parte 1

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Tras tantos y tantos días lejos, Alejandro se veía obligado a regresar a México. A pesar de que siempre encontraba una excusa para justificar tan largo periodo de tiempo sin visitar su tierra, él sabía (y cualquiera que conozca su historia) que todo eso no eran más que pretextos. Mentiras para no admitir que no había vuelto a pisar aquel lugar porque en ese puerto en tierra firme aguardaba ella. Ella y sus eternos ojos verdes. Y no es que no muriera de ganas de verla todas y cada una de las veces que la recordaba, no. Es que tenía miedo de sí mismo. Tenía miedo porque no sabía qué harían sus ojos y su corazón si volviera a verla. Pero esta vez no había forma de evitar la tentación. Su novela había sido premiada, y debía viajar a la Ciudad de México a recibir tal reconocimiento.

Sentado en aquel avión acariciaba su foto. La había escondido en su propio ejemplar de Un largo adiós sin tener muy claro el porqué. Se preguntaba qué sería de ella, si estaría bien, si todavía pensaría en él también. ¿Seguiría amándolo? Quería verla, pero sabía que no era buena idea.

La piloto anunciaba el pronto aterrizaje y una nueva canción empezaba a resonar en todo el avión. 🎶 Invítame a pecar, quiero pecar contigo... 🎶 cantaba aquella voz como una burla cruel del destino. - ¿Esto es una maldita broma? - preguntó alzando la vista más allá del cielo, tentado por una risa nerviosa que invadió su cuerpo.

Tras ocho horas de vuelo, el avión finalmente tocaba suelo mexicano sobre las 9:00 am. Tales eran sus nervios, que apenas había logrado dormir un par de horas. Así que no veía el momento de llegar a su hotel y descansar un poco. Había rechazado el chofer que la organización de la premiación le había ofrecido, así que en la puerta del aeropuerto recogió el auto que había alquilado, cargó sus maletas en la cajuela y arrancó con el Hotel Plaza por destino.

Cerca de 40 minutos después estacionaba y apagaba el motor de ese mismo auto. Miró hacia la derecha, a través de la ventana, y contuvo el aire. Ese no era su hotel. ¿Cómo había llegado ahí?

Tratando de no pararse a pensar, se disponía a bajar del auto cuando vio a Elvia abrir el pequeño portón blanco. Un hombre bigotón y trajeado salía y por la forma de su maletín parecía tratarse de un médico. Quizás hubiera podido analizar más la situación, pero no tuvo tiempo. Rápidamente bajó y corrió hacia la entrada, tratando de alcanzar a Elvia - ¡Elvia! - gritó a pocos pasos.

Aquella pobre mujer volteó y al verlo se quedó perpleja. - Señor Alejandro... - exclamó desde lo más profundo, completamente sorprendida (grata, o no del todo, ni sé). Instintivamente volteó a ver como, afortunadamente, el auto negro con el doctor trajeado se alejaba.

A: - ¿Cómo está, Elvia? - preguntó él, que con la ansiedad que cargaba no percibió nada extraño.

E: - Bien. Muy bien. ¿Usted cómo está?, ¡qué gusto verlo! - le dijo ella, algo más tranquila, tomándolo del brazo de forma afectiva.

A: - ¿Verdad? A mí también me da mucho gusto verla. - le contestó el oso. Luego inhaló profundo, y preguntó aquello que realmente quería saber - ¿La señora está? -

E: Balbuceó un poco, sin tener muy claro cómo proceder - Este... sí. Sí, sí está. Está en el invernadero con sus plantas. - decidió contestar con sinceridad.

A: Sonrió totalmente fascinado, no pudo disimularlo - Paso a verla... - dijo, tratando de burlar la seguridad de Elvia.

O: - Mejor déjeme que lo anuncie primero, ¿sí? - suplicó, interponiéndose entre ese hombre y su destino. Demasiado, ¿no?

A: Analizó sus posibilidades por un instante... - Elvia. - dijo tomando sus brazos - Discúlpeme, pero no. Yo creo que es mejor que pase directamente. Perdón. - sentenció en un arranque de valentía. Besó la mejilla de Elvia y atravesó el estacionamiento, para luego correr escaleras arriba sin darle tiempo a reaccionar.

Ojos y Alejandrucho • Mirada de Mujer Donde viven las historias. Descúbrelo ahora