Rosas

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Las voces gradualmente se transforman en estática, palpable e irritante, hasta ser un ruido blanco tan similar al sonido que evocan los sentimientos más primitivos que se conservan en la oscuridad de una mente inquietante que no ha sido saciada con la droga que lo impulsa, en sus actuales días, a respirar. Y débil ante sus propios impulsos, se ha visto siendo arrastrado por sus propios malos hábitos a la oficina que yace cerrada para todos exceptuando para sí, ya que en algún punto sus manos no tuvieron que forzar la cerradura para que cediera. Una decisión estúpida, considerando que al otro lado de la puerta estaría la misma adicción mofándose con cariño de su incapacidad para superarlas.

¿Y cómo podría cuando él mata e impulsa todas? Una sola mirada lo haría olvidar el mundo, un solo gesto equívoco haría que incendie cada rincón del mismo.

Por un instante sus labios formulan su nombre, con una emoción tan descarada que asfixiarse con ella es mejor opción que tratar de nadar por encima, por lo que carraspea más fuerte que el crujir de la puerta, intercambiando el saludo por una cortesía general.

—Papanatas —trata de llamarlo en un intento de advertirle que viene a reclamar su vida. No es como si existiera otra persona tan al corriente con su estúpida rutina, de todos modos.

Pero no hay nadie, y la habitación luce como el mismo cuadro que ha pintado en sus memorias varias veces, exceptuando por un detalle: un escandaloso ramo de rosas sobre el escritorio. Tan rojo. Tan intenso. La sangre que hierve debajo de la piel es apenas un competidor comparable con ese tono tan estúpidamente llamativo.

Bodoque, lamentablemente, sabe tan bien con quien está tratando de saciar su hambre. Tulio es una figura pública, ridículamente entrañable, sin importar cuántas personas puedan burlarse de sus múltiples deficiencias [que, a su vez, considera de las cualidades más entrañables de su persona] habrá quienes, como su maldito corazón, se derritan, cedan ante su calor primaveral y convierta cada uno de los polos en mares que hunden cualquier negación. Porque ¿quién podría odiar en verdad a ese mono idiota? Incluso con su propia crueldad no es más que una suavidad acogedora, un impulso, el "todo estará bien" que nunca podía rechazar por más que esa frase le jodiera más que una migraña mal cuidada. Cualquiera que estuviese perdido se fascinaría sin duda con el lugar más seguro del mundo.

Sus entrañas se comprimen, en cualquier momento sería capaz de volver su saliva en un ácido corrosivo.

Rodea el escritorio, hasta convertirse en varias vueltas sin sentido, observando desde diferentes ángulos el tan preciado objeto; ¿por qué se habrá esmerado tanto en cuidarlas? Ni un solo pétalo parece golpeado, dañado. Cada rosa, aún estando sujeta a verse obligada a convivir con una copia idéntica, se ríen en su cara por la belleza que siguen conservando, pese a que van a morir, ellas parecen saber que no se han marchitado tanto como su persona. Que sus intenciones son más frescas a comparación de las espinas marchitas que acompañan sus anhelos.

La punta de sus dedos acarician los bordes de los múltiples botones rojizos, cuestionándose si es el autosabotaje quien aprendió hablar de nuevo, considerando que la soledad ahora es terriblemente alarmante, o si son los celos que se están adelantando a cualquier intento de racionalizar el arreglo en cuestión.

Cual sea de los dos, alguien debería premiar su autocontrol; porque, apenas parpadea, se ha imaginado por lo menos unas cinco formas de cómo doblegar la belleza en sus manos, después de eso podrá deshacerse del ramo en cualquier triste basurero que exista en Santiago.

La puerta cruje, pese a ello, es el sonido que yace en el caminar ajeno que hace tan fácil saber quién es.

—¿¡Qué haces aquí!? —la forma en la que se exalta en un timbre de voz particularmente alto como agudo no ayuda, precisamente, a la migraña que posee con tal solo haber imaginado posibilidades. —Pensé que habías dicho que hoy ibas a salir.

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