Capítulo 18: Consejeros de Ethryant

12 2 1
                                    

—¿Cuánto tiempo vas a dedicar a arreglarte? Sólo es una reunión del Consejo.

—Deberías verme preparándome para entrar en batalla.

Hecathe dirigió una sonrisa insinuante a la chica tendida sobre su cama. Naia la observaba vestirse con la barbilla apoyada en una mano, sin nada más encima aparte de las sábanas y un fino camisón que apenas la cubría por encima de los muslos. Las perlas engarzadas en sus rizos oscuros tintineaban cada vez que se movía. Desde la fiesta en la que Gerst fue torturado, Naia había sido la invitada habitual en el dormitorio de la Princesa. A ella le gustaba especialmente: era desenfadada, independiente, y no albergaba en ella grandes esperanzas. Ninguna deseaba compromisos, y le alegraba que eso no la molestara.

—¿Para una batalla? ¿Para algo como eso no es más útil tener un aspecto aterrador?

—Puedo tener un aspecto aterrador y estar divina al mismo tiempo, cielo —replicó, abotonándose una casaca negra con bordados zafiro sobre una camisa gris perla. Su reflejo sonrió, aprobador.

—Para alguien que no deja de mancharse de sangre la ropa, te preocupas mucho por tu aspecto.

Hecathe se recogió con pasadores unos pocos mechones y se sentó en la cama junto a ella.

—La sangre de mis enemigos siempre me ha favorecido.

Naia puso los ojos en blanco, y la Princesa se inclinó sobre ella para besarla. La joven intentó retenerla, pero aún así no tardó en apartarse.

—Dile a los criados que te sirvan el desayuno. Haré que traigan un carruaje para que te lleve a casa.

—¿Tan rápido me despachas, alteza?

—Hoy estaré ocupada.

Con un suspiro, Naia rozó su gélida y callosa mano.

—Compadezco a todas las damas que tienen amantes que prefieren las espadas a ellas.

—No digas tonterías —replicó, llevándose uno de sus rizos enjoyados a los labios. — No tengo preferencias.

Ella no rio, no era algo que hiciera con frecuencia. Negó con la cabeza y volvió a tumbarse mientras Hecathe salía de la habitación.

Sus pasos resonaron por los pasillos revestidos de cristal. Para los visitantes, el efecto de caminar entre tantas superficies reflectantes tenía un fuerte efecto mareante, pero ella sólo sentía una familiar sensación de seguridad. Dentro del palacio, tenía una conexión constante con su magia. Siempre había sido así, desde que era una niña revoltosa que corría junto a Mylod por aquellos mismos corredores hasta convertirse en una joven cuyos poderes eran una inamovible parte de ella.

De camino se cruzó con criados, ministros y guardias, todos los cuáles inclinaban la cabeza a su paso. Para ella y su madre no había sido sencillo ganarse el respeto de todos sus súbditos, pero, al igual que muchas otras cosas, lo habían conseguido contra todo pronóstico. Mirando por los ventanales la frenética ciudad a sus pies, pensó que había muy pocas cosas que no sería capaz de hacer por su pueblo. Se dijo eso en parte porque, por desgracia, una de esas cosas no era asistir a reuniones.

La sala de reuniones estaba ocupada por una mesa donde estaban sentados los miembros del Consejo que habían sido convocados. En las paredes había colgados cuadros y espejos en tonos oscuros, que mostraban algunos de los momentos más representativos de la Era de Furya. Y, por supuesto, espejos.

Hecathe tomó asiento junto a su madre en un extremo de la mesa. Al otro lado estaba el Primer Consejero, que alzó las cejas a modo de saludo. Junto a éste estaba el general Phobos, líder de los Galatean. No era muy alto para ser soldado, pero tenía los hombros anchos y unos brazos como troncos. Su pelo era tan rizado que era una maraña, y cuando abría la boca revelaba unas roturas en el lado derecho de su dentadura. Frente a él se sentaba Mylod, al ser el comandante de los Inferna. Se inclinó para saludar a Yodile, una mujer seria y regordeta que administraba los aspectos judiciales del reino, y a lord Kersian, un apuesto hombre de rasgos suaves y largo cabello rubio, el consejero de comercio. También estaban allí, entre otros, los lores Cila, Fabien y Anissa, encargados de las órdenes religiosas, los reclutamientos y las relaciones con otros reinos, respectivamente. Todos ellos colaboraban para gobernar, pero ninguno podía mover un dedo sin la aprobación de la Reina.

El reflejo de la Reina: ExilioWhere stories live. Discover now