VII

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La noche era tan clara; la luna estaba llena y el cielo despejado desde ese ángulo en la ventana la encuadraban como una composición artística perfecta; verla le recordaba a un verano que no llegaría hasta el próximo solsticio. La temperatura, por supuesto, traía de vuelta al presente del que jamás se es capaz de escapar.

Sintió la puerta cerrarse a sus espaldas.

El hombre con el que había pasado la noche se había marchado definitivamente.

Ella alcanzó con sus grandes uñas pintadas los billetes enrollados que dejó; los llevó hasta su regazo, donde contó a la luz de la luna reflectando en su camisón blanco el total de lo recaudado en este intercambio.

Hace tanto que no lo hacía.

Había una sensación dolorosa en tener que volver a recurrir a esto para poder seguir costeando su sobrevivencia. No tenía nada en contra del oficio mismo, no podría vivir con ese cinismo. Eran otra clase de dolores que le sobrevenían mientras miraba el dinero en mano.

La vida es así.

No se pueden asegurar cosas.

Por eso no creía en las promesas y ella misma no hacía ninguna ni siquiera para sí misma. Pero, de alguna tozuda y estúpida manera, había terminado por convencerse de que no llegaría al punto de necesitar volver a ello para subsistir, fantasía que cobró más vida cuando fue contratada en Ramnusia y sus presentaciones se volvieron un ingreso no muy alto pero sí seguro. Tal vez era el haber caído en la ingenuidad, esa inocencia esperanzada de mejorar su vida que se negaba a abandonar su cuerpo a pesar de todo lo vivido, sí, era eso lo que dolía.

Lo guardó en una pequeña billetera roída que escondía debajo del colchón de su cama y suspiró aliviada de, al menos, saber que no tendría que hacerlo seguido.

Tenía suficiente para el alquiler y para vivir el mes, y con eso era suficiente.

Sacó un cigarrillo de su cartera negra, colgada en el catre de fierro y lo encendió lentamente de cara a la ventana cerrada. Ese satélite natural de la Tierra iluminaba las calles incluso por sobre los faroles encendidos y penetraba fácilmente en la oscuridad de sus pequeños aposentos. Su facciones delicadas se remarcaban ante el contraste y daba a su pálido rostro un tono blanco azulado que se difuminaba con el negro recalcitrante de la habitación en penumbras.

Podía recordar con facilidad cómo comenzó en esas andanzas, cómo fue aquella tarde bien lejana en que descubrió que podía ganar dinero a través de su cuerpo cuando un desconocido se lo ofreció mientras iba por la calle de camino a su casa. No creía en la virginidad, así que no sintió que hubiese perdido nada tan especial ni místico ni sagrado con él. Pero sí lamentaba, ahora, su edad. Hubiese deseado que le protegieran entonces, para no verse en la necesidad de aceptar esos tratos tan joven.

De todos modos, ese mismo año, siendo adolescente, se marchó de su casa para siempre con la mitad de lo recaudado de sus encuentros fortuitos, dejándole la otra mitad escondida en un bolsillo a su hermano menor.

Lo último que su madre le gritó antes de salir definitivamente tras la puerta fue que no quería volverle a ver porque odiaba ver a una puta drogadicta y ella se guardó para sí misma las ganas de responderle que entonces no debería volver a mirarse al espejo.

En cambio, sólo cerró la puerta.

Y los deseos de su progenitora se cumplieron, no se volvieron a ver.

La primera noche cayó temprano, encontrándola caminando por la carretera en las afueras de su pueblo. No tenía ningún destino en mente, apenas si lograba pensar en el hambre que le embriagaba y el cansancio general de sus piernas cuando, sin hacerle autostop a nadie, las grandes luces de un vehículo particular se detuvieron a su lado iluminando su figura y reflejando su sombra alargada hacia adelante en el pavimento empolvado.

AULLIDOWhere stories live. Discover now