Capítulo 4 - Olvidos repentinos

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Fue durante una mañana de invierno cuando comencé a sentir algo raro en mi cuerpo. No era algo que me preocupara demasiado, pero sentía una extraña sensación. Lo dejé pasar y a la tarde ya me sentía bien. Habían pasado dos años del beso de Elías y Violeta en el banco de aquella plaza que ya era suya. El último recuerdo que se había guardado en el armario era el de aquel momento tan especial. Era entendible que Elías tenga ahora otras ocupaciones. 

Por un momento, sentí cómo toda aquella preocupación por olvidarse las cosas había desaparecido poco a poco. De todas formas, muchas veces cuando venía a visitarme, abría su armario y buscaba algunos recuerdos. Era lindo verlo cuando lo hacía, me daba cierta paz que se traducía en la misión cumplida.

Una tarde vinieron a visitarme. Violeta era una amor de persona. La manera en que trataba a Elías hacía que me sienta orgullosa de ambos. Junto a ella, él era totalmente autónomo y ella dejaba que lo fuera, sin atosigarlo, sin preguntar insistentemente si quería algo. Me gustaba verlos así.

En cierto momento de su visita, Elías me preguntó por los audios grabados hace tantos años. Esos audios que tenían muchos recuerdos y que formaban una parte importante de su vida. Quería que Violeta los escuchara. Justo ahí fue que comencé a preocuparme. No podía identificar lo que me estaba pidiendo. No recordaba esos audios. Sin embargo, dije que los iba a buscar. Quería evitar alguna preocupación en ellos. 

Cuando se fueron, intenté sin éxito recordarlo y pude hacerlo cuando ya habían pasado dos días. De pronto apareció un recuerdo que me llevó hasta mi habitación, precisamente en la parte de arriba del placard. En una caja, bien ordenados, tenía las grabaciones. Las dejé en un lugar donde pudiera verlas cuando Elías vuelva a pedírmelas.

Pasaron aproximadamente quince días cuando tuve otro episodio parecido. Estaba barriendo el patio cuando tocaron el timbre. Fui hasta la puerta y las llaves no estaban puestas, entonces las busqué donde siempre las dejaba, era un adorno que estaba sobre una mesita al lado de una lámpara. Tampoco estaban. Tocaron timbre nuevamente y mi desesperación aumentó. Me asomé por la ventana y dije que esperaran un ratito, que estaba haciendo algo. Eran los papás de Elías. Creo que estuvieron esperando más de diez minutos en la vereda. Busqué por todos lados y finalmente las encontré adentro de la heladera. Con la cara transpirada, abrí la puerta y traté de disimular mi estrés, pero no lo logré.

—¿Qué te pasa, mamá? —preguntó mi hijo.

—¡Nada! ¿Por qué? —respondí haciéndome la desentendida.

—Tardaste mucho en abrirnos la puerta, estás transpirada, tenés una expresión de preocupación. No es normal. ¿Pasó algo con Elías? ¿Estuvo acá?

—¡No! No pasó nada. Además Elías no podría preocuparme. Lo veo feliz y para mí eso es lo más importante.

Mi hijo y su esposa no se quedaron demasiado conformes con mis respuestas. Sin embargo, entraron, les ofrecí café, aceptaron y se sentaron en el comedor. De alguna forma intuí que querían preguntarme algo. Sentí la preocupación en sus ojos. Algo no andaba bien. Me esforcé por tranquilizarme y actuar de la manera habitual, pero no podía sacar de mi mente cómo podía haber guardado las llaves en la heladera sin darme cuenta.

—Mamá, queremos preguntarte algo —dijo Adrián.

Lo miré con una expresión interrogativa. Me mostré extrañada aunque de algún modo sabía lo que iba a preguntar.

—Notamos que Elías estaba preocupado por algo que pasó hace unas semanas y ahora, viéndote, nos preocupa a nosotros también. ¿Tuviste algún problema? ¿Te sentís bien? ¿Necesitas algo?

—No sé que podría haber dicho Elías —respondí —Yo estoy bien. A veces estoy con mil cosas en la cabeza. Quizás le respondí de una manera extraña o no sé.

Traté de liberarme de la situación diciendo que el agua ya estaba caliente. Fui hasta la cocina, me apoyé en la mesada y respiré profundo. Abrí la alacena, agarré unos saquitos de té y los puse en las tazas. Coloqué lentamente el agua caliente, los acomodé en una bandeja y los llevé a la mesa.

Adrián y Valeria se miraron. Luego, voltearon la vista hacia mí y en ese preciso momento, me di cuenta de mi error. No podía disimularlo más. Nunca había tenido tantos blancos en mi mente en tan poco tiempo. Si bien los más notorios habían sido con quince días de diferencia, me daba cuenta de que algo no estaba bien en mí.

Me senté rendida y puse mi rostro entre mis manos. Los miré pidiendo ayuda aunque no quería exponerme a estudios médicos que pudieran decirme algo que no quería escuchar. De todos modos, ante la insistencia de mi hijo, acepté.

Definitivamente el médico me derivó a un especialista y me hicieron tantos análisis como pudieron, hasta que un resultado salió a la luz y fue inequívocamente lo que tanto temía. Me diagnosticaron Alzeheimer. No llegaba a ser grave, pero estaba en un estado avanzado. 

Sentí que mi mundo se desmoronaba rápidamente. Los días, las semanas y los meses siguientes empeoré de una manera exponencial. Ya me olvidaba hasta de lo más lógico. Elías y Violeta venían a visitarme con frecuencia al igual que Adrián y Valeria. No quería tanta atención, pero en cierto punto los comprendía. Estaba preocupados, tristes, angustiados. Y yo también lo estaba, pero traté de ir acomodando mis cosas. El fin era inevitable y no quería dejarles nada que les causara algún problema. Un día llamé a un escribano y Adrián también vino. Quería regalarle mi casa a Elías, que viva en ella, que la llene de risas y de nuevos recuerdos.

Fue una sabia decisión porque a los pocos meses tuvieron que internarme. Abrí por última vez el armario de recuerdos de Elías, sentí los aromas del pasado, cada uno tenía un momento especial. Finalmente lo cerré, me subí al auto de Adrián y nos fuimos al hospital.

RecuérdameWhere stories live. Discover now