Algo más

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Nací en un mundo en blanco y negro. En verano hacía calor, y en invierno llevaba ropas de abrigo que no impedían que me mojara. La vida brotaba en los jardines de otros; y en los cementerios, al pie de muros lisos y piedras aburridas, yacían recuerdos decorativos de sufridores obsesionados y anónimos que se ajaban en seguida, nada más.

Durante toda mi vida bregué en un mar de aguas grises, a veces inquieto y sereno otras, y logré sobrevivir sin sobresaltos distintos a los de la mayoría. Y aprendí, porque así mis padres me lo enseñaron, que mis esfuerzos merecerían la pena al final, porque el final es el destino de todos los seres humanos, y esto significa cerrar los ojos para siempre bajo un techo propio y con el estómago lleno, después de una vida sacrificada, digna y sin deudas. Nada más.

Lo tenía todo listo. Me acercaba a la meta con la frente alta, y los hombros encorvados por el peso de tantas responsabilidades necesarias. Había aceptado mi destino. No pensaba en nada más.

Pero entonces me hablaste, y no reconocí tu voz. Me pediste mi teléfono, y sonreíste cuando te di el de la tienda. A partir de entonces, fuiste mi mejor cliente: Nunca nadie me compró tantas barras de pan, ni derrochó conmigo tal cantidad de palabras. Conocerte despertó en mí un interés extraño, como si yo no fuese yo, sino otro, alguien que tampoco reconocí.

Una mañana me levanté después de una madrugada interminable en la que, sin saber por qué, apenas había logrado descansar, y abrí la ventana de mi dormitorio, como siempre. Y para, mi sorpresa, vi algo.

Pensé que era imposible. Tenía que ser una ilusión, fruto de mi mente agotada.

Pero volví a asomarme a aquella ventana al día siguiente, y al otro.

Y todas las veces descubrí que durante todo este tiempo había vivido en una tierra indómita, llena de vida inagotable y de brisas serenas y susurros amigables. Millares de gramíneas de ápices malva se mecían suavemente con ojos soñadores, y extendían su aroma inefable hasta un horizonte vestido de anaranjados dulces y de brillos intensos, que relucían en las gotas de rocío y en los charcos de primaveras adelantadas.

Era el mismo paisaje cada día y cada noche, sólo variaba la intensidad de la luz. Y era distinto cada noche y cada día, por la misma razón. Era el paisaje más hipnótico, excitante y hermoso que había visto en toda mi vida, digno de adornar todas y cada una de las paredes del más sublime de los museos.

Y esa noche inolvidable descubrí que eras tú la que lo pintabas.

Y esa noche inolvidable descubrí que eras tú la que lo pintabas

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Lo mío, lo tuyo, lo nuestroWo Geschichten leben. Entdecke jetzt