La capa roja

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Esta tarde iba de camino a visitar a mis abuelos a su casa del bosque, cuando vi pasar corriendo siete cabras y tres cerdos.

Cuando llegué, encontré la puerta abierta, una ventana destrozada y a mi abuela, que estaba descargando la vieja escopeta sobre la mesa de la cocina.

Muy enfadada, me explicó que se la había tenido que quitar a mi abuelo de las manos para evitar una tragedia. Más calmada y frente a la botella de vino tinto que yo traía, me explicó lo que había sucedido:

Hace tres días, llegó una muchacha a la casa de mis abuelos. Llevaba los cabellos largos y de varios colores, y su vestido blanco apenas si disimulaba los diferentes relieves de su cuerpo. Avergonzada, mi abuela se apresuró a cubrirla con la prenda más gruesa y grande que tenía, la misma que suele ponerse cuando sale y hace frío: una capa de lana merina hilada con hebras carmesíes, que fue el único y preciado regalo que le hizo su madre la víspera de su boda. Así vistió a la forastera hace tres días, y luego la invitó a calentarse junto a la chimenea y a beber caldo de hierbas recién hecho.

Esta joven era muy agradable, bonita y también extraña. Hablaba una lengua desconocida y no llevaba equipaje alguno. No parecía sufrir ningún problema ni necesidad. Y tampoco parecía tener intención de marcharse pronto, así que, por hospitalidad, mis abuelos se avinieron a acogerla durante el tiempo que necesitase..., con la condición de que, a cambio de comida y techo, la joven colaborase en el hogar. Como la mañana en que hablaron de este trato la recién llegada ayudó a recoger la colada, dieron el asunto por hecho.

Desafortunadamente, mis abuelos pronto se dieron cuenta de que su huésped tenía tendencia a subirse a las ramas de los árboles que rodean la casa, a meditar es de suponer,  y para nada salía de ella la voluntad de ayudar. 

Fue por eso que esta mañana temprano mi abuela decidió enviarla a por bayas, setas y moras al bosque, para lo cual le mostró una cesta grande y un dibujo explicativo.

La soñadora muchacha, decentemente vestida con la capa roja, tomó la cesta y salió a cumplir la tarea. Mientras se alejaba por el sendero, saludaba a los pájaros con sonrisas dulces y, de vez en cuando, se detenía a acariciar los troncos de los álamos y las hojas de los helechos. Mi abuela jura que le pareció ver cómo un conejo la seguía.

Al sospechar que la joven tardaría en regresar, ya que la imaginó capaz de entablar conversaciones sin sentido con ciervos y jabatos y cisnes del lago, y de hasta alimentarlos con las moras, las setas y las bayas, mi abuela, tras dejar preparado el almuerzo, se fue sola a vender huevos y verduras al mercado. Un poco antes, mi abuelo había salido a cazar para la cena, como siempre.

Lo siguiente que me dice es que a eso de las once, transcurridas varias horas de venta en la plaza del pueblo, se organizó un tumulto y se desplomaron varios puestos por culpa de Ben, que se volvió loco, y que ella se marchó con los huevos que le quedaban por vender antes de que los guardias apareciesen para restaurar el orden.

Durante el camino de regreso se entretuvo recolectando Boletus, hasta que, de pronto, se topó con el señor Wagner, su vecino, que estaba muy alterado porque le habían robado los tres cerdos y las siete cabras que pretendía vender en el mercado esta mañana. La venta ya estaba acordada con el matarife del pueblo, dijo, y le habían hecho una faena de las grandes, porque el sacrificio de los animales iba a reportarle un dinero que necesitaba con urgencia. 

El ladrón, según el señor Wagner, era alguien que había sabido engañar a Ben para que no ladrase hasta que la puerta del corralillo quedó abierta, sólo entonces el perro dio la alarma. Desafortunadamente, el ladrón se las arregló para interponer toda una suerte de obstáculos al pobre animal, de modo que fue capaz de crear mucho alboroto en el mercado para lograr así confundir a Ben, y permitir finalmente la huida de los diez animales.

Unos niños habían delatado a alguien muy ágil que vestía una capa roja, y le habían señalado al señor Wagner esa dirección del bosque.

Hablaban todavía cuando, de pronto, escucharon ladridos, balidos y chillidos de una mujer, que provenían de la casa de mis abuelos.

El señor Wagner y mi abuela llegaron justo cuando una cabra, desde el interior de la casa, atravesó una ventana de un salto brutal, la siguieron seis más. La puerta se abrió con brusquedad y asomó, ansiosa, la joven. De debajo de su capa roja, como obuses, surgieron los cerdos, que persiguieron a las cabras, y detrás de ellos, salió lanzado Ben.

Inmediatamente, el señor Wagner saltó con los brazos abiertos para contener el ganado, y a esta tarea se le unió su perro, con sus grandes ojos y orejas negros, y sus enormes dientes, y entre los dos pareció que lograban acorralar a los animales hasta detenerlos junto a la valla de la huerta. La sospechosa del robo gritaba y se removía en el umbral de la casa, mientras mi abuela trataba de recuperar su capa a tirones, porque no deseaba perderla a mordiscos ni a cornadas, y cuanto más tiraba de la prenda, la supuesta cuatrera menos se podía mover, pero sí gritar y enfadarse.

En esto apareció mi abuelo, quien, al pensar que estaba atacando al ganado poseído por la rabia, disparó un escopetazo al perro.

Aterrados, las cabras y los cerdos salieron corriendo en todas direcciones, mientras mi abuelo encañonaba ahora al señor Wagner, que, airado, se le enfrentaba por haber disparado a su preciado pastor alemán. La trifulca no hubiese acabado bien, porque en el calor del momento mi abuelo hubiese apretado el gatillo una segunda vez, si no le hubiesen arrebatado la escopeta y explicado la situación.

El fiel Ben aún respiraba, y, rápidamente,  el señor Wagner se lo llevó en brazos al veterinario, mientras mi abuelo lo acompañaba tratando de disculparse.

Nerviosa, mi abuela vertió más vino en su vaso, lo apuró de un sorbo y, sirviéndose otro, prosiguió su relato:

Apenas unos minutos después de que los dos hombres se marchasen al pueblo, y la desconcertante joven, liberada por fin de la capa roja, huyese en dirección al lago, apareció frente a la casa un impresionante caballo blanco que relucía como un pedazo de nieve al sol. Eso fue poco antes de que yo llegase, y ella aún tenía entre sus manos el arma cargada.

Me dijo que sus bridas eran de oro y que sobre él iba un hombre de torso y brazos musculosos, que calzaba unas raras sandalias con alas y vestía ropas escasas y albas, como la huésped desaparecida.

Con un acento extranjero, este individuo le pidió disculpas por los problemas que su hermana hubiese podido causar, y le ofreció su hermosa montura como pago, por los problemas... y su silencio.

Mi abuela terminó su historia diciendo que ese misterioso jinete desapareció volando, y que apenas unos instantes después asimismo alzó el vuelo su caballo, porque también él tenía alas.

Se me hizo tarde y tuve que irme antes del regreso de mi abuelo, así que sigo sin saber el final de esta extraña historia. Mañana mismo los visito otra vez para ayudarles a reparar la casa y, de paso, escuchar la versión de él.

Entiéndanme: Yo amo a mi abuela, daría mi vida por ella, nunca me ha defraudado y para mí ella es la mejor persona del mundo... Pero seamos sinceros: No está acostumbrada a beber alcohol, y para cuando habló de sandalias y cascos voladores ya hacía un rato que había vaciado la botella de vino.


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⏰ Última actualización: Feb 25 ⏰

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