Mañana en el lago del rey

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Un día, mientras observaba el aire desde su rama favorita, una ondina bávara percibió la llegada de un viajero. Parecía fatigado y cojeaba mucho. Finalmente, el joven se desplomó, desfallecido, al pie del roble desde el que ella lo vigilaba sin él saberlo.

Cuando despertó, quedó prendado de la belleza de las dos esmeraldas que lo observaban. Y de la voluptuosidad del cuerpo arrodillado a su lado, apenas oculto por su larga cabellera tornasolada. Aliviado, además, por haber encontrado a alguien, se mostró hablador y simpático. Se presentó como Edgard y confesó haberse perdido.

Compadecida, la ondina se propuso ayudarlo a regresar a su casa, pero él insistió en, primero, sanar su tobillo, que se había torcido al precipitarse por una morrena cercana. 

Sonó como una excusa para conocer a la hermosa desconocida, pero ella no se dio cuenta y, como era cierto que cojeaba, la ondina aceptó ayudarle en todo lo que pudiera. Empezó por vendarle el tobillo enrojecido con una tela que él mismo se arrancó de la camisa. Mientras le vendaba, Edgard le preguntó su nombre, pero, tras un suspiro, ella le respondió que lo había olvidado (nosotros haremos el esfuerzo por ella y recordaremos que le pusieron Sísife).

Edgard le reveló que, de entre todos los lagos bávaros, al que se dirigía hoy, más allá del bosque, era su favorito.

Sísife le dijo haber nacido allí. Y le contó esta historia: La noche de su nacimiento, las ninfas del bosque le regalaron un arpa con armazón de coral y hebras de sus propios cabellos. El arpa era también un arma muy poderosa, porque en cada nota escondía el poder inmenso de hacer realidad el deseo de quien lo tocase. Lamentablemente, a la espera de que Sísife aprendiese a manejarla, las ninfas le restaron una cuerda. Solo cuando estuviese preparada para tocarla, le dijeron, podría añadirle la última cuerda.

Amante de la música como era, Edgard expresó su deseo de que ella tocase para él.

Sísife le aseguró que podía hacerlo; que hubo un tiempo en que todos admiraban tanto su belleza, como su virtuosismo y el encanto de su voz ingeniosa. Pero que el arpa seguía inacabada. Al parecer, en lugar de aprender a tocarla, Sísife se había dedicado a bucear sola en aquellas aguas profundas y celestes a las que, según dijo, debía su nueva vida, y a trepar a las altas coníferas que las rodeaban, para peinarse su espesa melena y maravillarse por la mera existencia de los astros, más allá de los brazos retorcidos de las copas.

Encandilado por su sanadora misteriosa, Edgard se ofreció a terminar su arpa. Pero para eso Sísife tenía que ayudarle, pues él no tenía a mano los utensilios que necesitaba ni se encontraba en condiciones de ir a buscarlos. 

«Mañana», fue la respuesta de la ondina, y él la creyó. Mientras tanto, Edgard se esforzó por llenar los silencios, y entonaba baladas románticas, al tiempo que su ángel de la guarda permanecía recostado en la rama de su roble favorito (no se molestaba en buscar otro lugar para descansar), húmeda su piel y tristes sus ojos hipnóticos, sin hacer otra cosa que suspirar.

La embriagadora criatura solía rechazar interactuar con los humanos, sobre todo si eran hombres, por una razón que se empeñaba en olvidar... Pero Edgard... Tan arrebatadora era su apostura, tan encantadora su sonrisa, tan agradable su voz, que a Sísife no le importaba perder su tiempo con él. Al contrario, el joven había roto su rutina y asesinado su aburrimiento de raíz.

Llegada la noche, el joven, que seguía sin poder andar, le pidió un poco de agua.

Sísife se enfadó por que él rechazó el cuenco que le trajo. Pero bien sabía ella que el agua se veía lodosa, pues la había recogido de un charco cercano. El agua fresca del arroyo que alimentaba el lago se encontraba a medio kilómetro del bosque, demasiado lejos para su espíritu tranquilo. Tampoco le agradó que sus truchas no fuesen del gusto de Edgard. Pescar le resultaba agotador. Le costaba mucho menos recoger los peces muertos en la orilla del lago.

Edgard enfermó al tercer día. Cuando le vio tiritar bajo un chaparrón, Sísife sopesó la idea de construirle un refugio, pero no se sintió con energía suficiente como para eso. Hacía mucho que no sentía energía para nada. Para compensarle, le construyó una hoguera para que se calentase, si bien solo utilizó un par de ramas y el fuego se apagó enseguida, por lo que finalmente resultó una noche larga y desapacible para los dos, pues Edgard no paró de quejarse y murmurar.

Al amanecer, Sísife descubrió que Edgard estaba inconsciente y que su tobillo desprendía mal olor, y estaba muy hinchado y ennegrecido. Le aflojó la tela con desgana (el lazo le pareció fatigosamente difícil), y, al ver la herida ciertamente infectada, decidió que lo mejor que podía hacer era llevarle junto a otros humanos.

Y le pareció tan débil, tan demacrado, tan sudoroso, que deseó cargarlo a cuestas y partir enseguida en busca de ayuda. O traerle un sanador que le salvase la vida.

Deseaba, de verdad, hacer algo por él.

Lo haré mañana, decidió, finalmente.

Al atardecer del día siguiente, fue Hermes quien, tras observar a Sísife relajándose como siempre en su rama del roble, metió al joven en una barca, que empujó hacia unos pescadores.

Dicen que el lago donde los suyos encontraron medio muerto a Edgard sería conocido como el Lago del Rey. Y que hoy, cien años más tarde, sigue vagando en el bosque cercano a él una huérfana de pasión y de espíritu, apesadumbrada y aburrida, sin recuerdos valiosos, sin sueños ni magia.

Si os la encontráis, no esperéis de ella gran cosa: no os mirará, ni os hablará, ni os entretendrá de ningún modo. Tanto si os ve como si no, hará lo de siempre: nada.

 Tanto si os ve como si no, hará lo de siempre: nada

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Lo mío, lo tuyo, lo nuestroWhere stories live. Discover now