Sísife y el heraldo de los dioses

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Cuando regresó, Sísife supo que se había ganado otra reprimenda: Hebes se estaba quejando a Zeus. Se suponía que la dichosa ondina tenía que ayudarla a llenar las copas, la oyó decir, a enganchar los caballos al carro, a bañar y vestir a hermano Ares... Pero esas tareas las acababa realizando sólo ella.

Sísife no se inquietó por la reacción de Zeus. El gran dios del cielo y el trueno solía regañarla... y luego le guiñaba un ojo.

A veces, en la cama, Zeus le pedía que mantuviese la farsa para evitar la rabia de su hija Hebes y, de paso, los celos de Hera, su esposa. Pero Sísife nada quería saber de tareas ni de obligaciones. Prefería pasear por las laderas del Olimpo, soñar despierta entre los árboles, ser ajena a todos y a todo.

Una noche, Hera se enteró de la nueva infidelidad de su esposo y, furiosa, ordenó a Hermes, heraldo de los dioses e hijo de Zeus, que condujese a Sísife al inframundo, y una vez allí, convenciera a Radamantis, uno de los jueces, de que la ondina había asesinado a sus hermanas mientras éstas dormían, y de que su justo castigo era llenar de agua, por toda la eternidad, un cántaro agujereado, como las denaidas.

Y esa fue la condena. Pero las denaidas pronto se pusieron en huelga, aduciendo que si Sísife dormía todo el tiempo, era justo que ellas también descansaran.

Por fortuna, el asunto llegó antes a los oídos de Hermes que a los de Hades y Perséfone, los dioses de los muertos.

Sabedor de que Zeus no intercedería por Sísife porque ya se había enamorado de otra ninfa, Hermes se apiadó de la hermosa ondina y decidió intervenir.

El heraldo habló con Éaco, otro de los jueces. Acababan de robar el perro guardián del inframundo y Éaco buscaba un sustituto, así que el astuto Hermes le persuadió de que Sísife era la mejor vigilante que los muertos podían tener, porque poseía un arpa que, en sus manos, se convertía en un arma poderosa, capaz de obligar a toda criatura que la oyese a hacer lo que ella desease.

Después, Hermes fue a ver a Sísife y le regaló un arpa con armazón de coral. Y le dijo que su única misión era hacer sonar una de sus cuerdas, pues su amigo Morfeo se encargaría de dormir a cualquiera que se atreviese a entrar o salir del inframundo sin su permiso. Añadió que el truco complacería a Éaco, a Hades y a Perséfone, y que, pasado un tiempo, él, aparte de heraldo, negociador habilidoso, podría conseguir su libertad.

Cualquiera, en esa situación, hubiese hecho sonar aquella arpa sin dudarlo. Sísife era, además, una contadora de historias nata, dotada con una imaginación desbordante, capaz incluso de componer música para cualquiera de las muchas historias que su abuela le enseñara antes de que renaciese como ondina, allá en el río Charadros.

Pero todo requiere un esfuerzo, incluso recordar.

Así que Caronte, que iba y venía transportando almas condenadas en su barca, no tardó en percibir que el Aquerón se llenaba de cabezas que flotaban río arriba, hacia la luz. Testas translúcidas a las que, una vez en tierra firme, les brotaban piernas veloces.

Hermes arguyó que Sísife era inexperta y por eso cometía errores, pero que vigilaba bajo la superficie del río negro, cosa que podía hacer al ser su naturaleza de agua.

Como el viejo barquero acababa de descubrir que, al contrario de lo que se decía, en el Aquerón no se ahogaba nadie, y como, además, Hermes le puso en cada mano un óbolo, decidió creer al heraldo.

Lo cierto es que el tramposo Hermes encontró muchas veces a Sísife pasando el tiempo en las ramas de los árboles del cercano bosque de Perséfone, adonde, al parecer, como allá en el monte Olimpo, había decidido mudarse para observar el aire. Y en la rama de un álamo trató de convencerla de la importancia de participar en el engaño.

Sólo una nota.

Pero Sísife carecía de voluntad.

A Hermes se le ocurrió entonces buscarle un amante. Él lo ayudaría a salvarla, pensó, porque, según tenía entendido, el amor espabila las almas dormidas y todo lo puede.

El elegido, un pastor de buen corazón, que además rayaba la perfección en encanto, sabiduría y belleza, se avino a conocer a la ondina, porque Hermes, quien era famoso por su oratoria, le habló de ella muy bien. 

El pastor se acercó a Sísife como de casualidad, y se le presentó como Dafnis. Al poco tiempo le confesó adorar la música y las historias. Y quiso saber su nombre, pero Sísife ni siquiera tuvo energía para contestarle.

Al no encontrar oposición, y pensando erróneamente que la actitud a la que se enfrentaba era fruto del desamor, Dafnis se desvivió por agradar a Sísife, que solía recibirlo recostada en la rama de su álamo favorito, somnolientos y perdidos sus hipnóticos ojos de jade, sin hacer otra cosa que bostezar y suspirar.

Una mañana, Sísife lo miró con otros ojos. Y lo envió a recoger flores para ella.

Mientras las buscaba, Dafnis cayó al Aquerón y, como no sabía nadar, empezó a ahogarse.

Sísife acudió enseguida a sus gritos, y vio alejarse la barca de Caronte.

Y, por primera vez, pensó en lo que significaba darle una oportunidad a un ser adorable, perdidamente enamorado, a construir una relación como existen pocas en el mundo.

En lo que significaba meterse en el agua, alcanzar al barquero, subir a Dafnis a la barca, trabajar para pagar una deuda de vida. Y tocar y cantar y narrar historias durante horas para su amante, mientras fingía guardar las puertas del inframundo, a la espera de su libertad...

Hermes acabó escondiéndola de la furia de Éaco y de los dioses a los pies del monte Cyllene, donde nació. Dicen que allí, todavía, la visita de vez en cuando, y que ella lo aguarda convertida en piedra, presa de un extraña maldición que contrajo por culpa, precisamente, de un error del bienintencionado heraldo, pues no le advirtió de que por aquella época allí también se escondía Medusa de la obsesión de Poseidón.

Nada más descubrir la efigie de Sísife, Hermes se vendó los ojos y se enfrentó a Medusa para pedirle explicaciones.

La hermosa gorgona le contestó:

—Tampoco hay tanta diferencia entre una piedra y esa ondina. Las únicas tres cosas que hizo desde que llegó fue tumbarse en la rama de ese roble, mirar el lago y girar la cabeza hacia mí. ¡Y si movió la cabeza fue sólo porque las serpientes siseaban!


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Lo mío, lo tuyo, lo nuestroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora