1. Elijah

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A sus veintitrés años Elijah aún no había subido a un dirigible. Y no quería hacerlo. Odiaba las alturas. Si los pies le cosquilleaban y le temblaban las rodillas cada vez que tenía que cruzar las pasarelas de Dynaport, ¿cómo iba a sentirse seguro en uno de esos aparatos voladores salidos de los infiernos?

Pero su madre le había obligado a realizar esa visita oficial a Sootbourne y las decisiones de Temperance Abigale Beaumont eran ley en Dynaport. Nadie desobedecía a la baronesa, ni siquiera su esposo y mucho menos su único hijo.

Los primeros minutos en el dirigible se le antojaron horas. Aún no habían dejado atrás las torres de Dynaport y ya sudaba copiosamente. Para cuando se adentraron en el desierto tuvo que quitarse la chaqueta y desabrocharse el cuello de la camisa.

—¿Es la primera vez que salís de la capital, señorito Beaumont? —le preguntó el operador del dirigible. Él asintió y esbozó algo que intentó ser una sonrisa—. El viaje hasta Sootbourne es corto. En apenas tres horas habremos llegado.

Palideció. ¡Tres horas! Se esforzó en mostrar un aspecto serio y concentrado, con la mirada fija hacia delante. Había oído cientos de historias sobre el desierto más allá de las murallas, donde se ocultaban los refugios secretos de los marcados. Las leyendas aseguraban que eran monstruos salvajes y agresivos. Jamás ponían un pie en Dynaport porque sabían lo que les convenía, pero allí fuera el mundo era suyo.

Un estruendo, acompañado de un olor ácido, interrumpió sus pensamientos. Se giró; el contorno de una llamarada casi invisible bailoteaba sobre el depósito de hidrógeno. El cuerpo del dirigible empezó a oscilar y Elijah cayó de espaldas. Notó cómo la gravedad tiraba del aerostato hacia abajo y se aferró a los bordes de los asientos. El operador gritaba y maldecía a unos metros de él. El descenso fue brusco, como si la muerte no quisiera demorar por más tiempo su trabajo. Elijah apretó los párpados y rezó.

«Por favor, no quiero morir aún».

El impacto contra el suelo lo dejó sin aire durante unos segundos. En cuanto comprendió que, por algún milagro, no había muerto, su máxima preocupación fue salir de allí antes de que el fuego lo alcanzara. El operador yacía a poca distancia de él, tan inmóvil como las rocas y los ocotillos que los rodeaban. Las llamas lamían los restos del dirigible y empezaban a rozar sus piernas. Elijah fue a acercarse cuando algo lo cogió por debajo de los brazos y lo arrastró varios metros hacia atrás.

—Ya está muerto —le aseguró una voz tras él—. Se ha partido el cuello.

Se giró y se encontró con un joven de su edad, alto y corpulento, vestido con ropas desgastadas de cuero. Tenía el ojo izquierdo del color del cielo en un día despejado y el derecho...

«La mácula. Es un marcado».

Trastabilló al intentar huir hacia atrás. Cayó redondo y observó cómo el marcado se acercaba a él.

—¡Aléjate de mí! ¡Monstruo!

El joven se cruzó de brazos y lo miró con la frente arrugada.

—Típico —masculló—. Te salvo la vida y me lo agradeces con insultos.

Los restos del dirigible explotaron y Elijah soltó un alarido.

—Has sido tú, ¿verdad? —vociferó—. ¡Lo has derribado con tu magia prohibida!

—¿Por qué iba a hacer eso?

—Para robarme y matarme.

—¿Y entonces para qué te he salvado la vida?

Elijah sopesó la situación. Si se movía con rapidez podía regresar a Dynaport antes de que aparecieran más marcados. Se levantó y un aguijonazo estalló en su tobillo derecho. Volvió a caer con un grito y comprobó que era incapaz de mantener el pie recto. Vio con horror cómo el marcado se le acercaba y trató de escapar arrastrándose por el suelo.

Los hilos de la magiaWhere stories live. Discover now