7. Nat y Elijah

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La noticia llegó pronto a Grimdenn: Elijah Levi Beaumont, el hijo de la baronesa, había muerto. Lo habían decapitado en la prisión y su cadáver sin cabeza había sido expuesto en la ciudad como advertencia de lo que les ocurría en Dynaport a los amigos de los marcados.

Nat lloró cuando se lo contaron. Lloró de pena, de rabia, de impotencia. Lloró porque ya no podría ver sus ojos del color de las avellanas, porque ya no volvería a acariciar su cabello dorado ni a saborear sus labios. Lloró porque no podría seguir mostrándole los secretos de la magia, ni vería más los hilos mágicos bailando alrededor de su cuerpo. Salió al desierto y gritó. Chilló el nombre de Elijah, como si él pudiera oírlo desde donde estuviera. Se dejó caer al suelo y golpeó la arena con los puños.

Entonces se fijó en algo que brillaba bajo el sol del mediodía justo a su lado: un gorrión cuprífero, abierto y vacío. Unos metros más lejos distinguió otro. Un poco más allá había otro, y otro más. Se puso de pie y los siguió. El camino de gorriones metálicos le condujo hasta La Selva azul. Apoyada sobre las madreperlas vio una moto que parecía tener mil años y, junto al manillar, un joven ataviado con un sucio abrigo rojo con estampados de cachemir. Llevaba un casco de latón en la cabeza y los ojos ocultos bajo unas gafas redondas.

«Ese abrigo», pensó Nat, sintiendo los latidos del corazón en la boca. «Lo he visto antes, ¿dónde...?».

La imagen de su compañero de celda, el que ansiaba morir, le acuchilló el cerebro. ¿Podría ser él? Pero recordaba que tenía el pelo oscuro, ¿y acaso no eran dorados los mechones que escapaban de ese casco? Esos hoyuelos, ¿no los reconocería incluso en el fin del mundo?

No tenía sentido, y aun así...

«Por favor, por favor, por favor...».

Corrió hacia él y se detuvo a medio metro de distancia. El joven abrió el portaequipajes y le tendió otro casco.

—Tendrás que ponerte esto —le advirtió—. A no ser que quieras que te entre arena en los ojos.

Nat le arrancó el casco y ahogó un grito. Lo abrazó con las fuerzas que creía haber olvidado, se perdió en su aroma dulce, en el sabor húmedo de sus labios, en el tacto caliente de su piel. Le llenó de besos el pelo, las mejillas, la frente, a la vez que repetía su nombre y Elijah repetía el suyo, deleitándose en esa voz que era el sonido más maravilloso del mundo, mientras las lágrimas de ambos se mezclaban y limpiaban el dolor y la rabia de su alma.

—¿Cómo...? —acertó a preguntar.

—Un intercambio. El hijo traidor de la baronesa muerto, y un preso cualquiera fugado.

—¿De quién ha sido la idea?

—De alguien que siempre cubre mis espaldas.

—¿Y de dónde has sacado esa vieja moto?

Elijah sonrió.

—No esperarás que te desvele todos mis secretos. —Tomó su rostro entre las manos—. Ahora podemos huir, Nat. Muy lejos, a un lugar donde no llegue el odio de nuestros pueblos y no exista diferencia entre marcados y no marcados.

Nat unió su frente a la de Elijah. Encontrarían ese lugar, se prometió; aunque les llevara una vida entera, aunque tuvieran que viajar hasta el fin del mundo, encontrarían ese lugar donde pudieran vivir juntos hasta que sus cuerpos dejaran de moverse y sus almas se unieran, tras su último aliento, a los hilos de la magia.


Los hilos de la magiaWhere stories live. Discover now