Viviendo al límite

115 22 20
                                    

El sol apenas se asoma por la ventana. Aún medio adormilado, se estira como un gato perezoso. La vibración persistente del despertador lo ha sacado de su sueño profundo, como si el tiempo insistiera en arrancarlo de las sábanas cálidas.
El camarote cruje bajo su peso mientras se sienta al borde de la cama. Sus pies buscan el suelo, pero la ingravidez momentánea lo hace tambalear. ¿Cuándo fue que decidió dormir en un camarote? Se pregunta mientras se frota los ojos e intenta ajustar su vista a la oscuridad. A estas horas de la mañana las memorias del día anterior son difusas.
Las escaleras de la cama son su siguiente obstáculo. Baja con cuidado, como si estuviera descendiendo de una montaña. El suelo frío le recuerda que está despierto, aunque preferiría seguir soñando. El baño lo espera, y el agua tibia le devuelve la conciencia. Se lava la cara, se cepilla los dientes y se mira al espejo siendo recibido por sus ojos somnolientos y su cabello revuelto.
La ropa casual y cómoda es su elección. Un par de jeans gastados y una camiseta suave. Los calcetines no coinciden, pero eso no le importa, para él es más importante la seguridad de su vieja guitarra al cruzarla por su espalda.
La cocina está a solo unos pasos, y el aroma del café recién hecho lo guía. Pero algo es diferente esta mañana: La luz está encendida, y los sonidos de platos y tazas chocando llenan el aire.
Se acerca a paso lento a la fuente de iluminación, varios bostezos se escapan de su boca mientras avanza y cada pisada cruje en el viejo suelo de madera.

—Ni siquiera tuve que ir a levantarte.

El umbral de la cocina parece el fin de su pereza. Se deja caer en la silla del comedor, sintiendo cómo sus huesos crujen como ramas secas.
El rostro entre sus manos, busca refugio en la penumbra, tratando de recordar quién es y por qué está aquí.
La cocina, iluminada y cálida, es un contraste con su propio cansancio. Su hermano, hábil y diligente, se mueve entre los fogones. El aroma del café y los huevos revueltos flota en el aire.
Para Toni esa escena siempre sería algo especial, una parte crucial en su semana.

—¿Sigues cansado? —Preguntó dejando una taza de café frente a él.

Carlo siempre fue el que dormía hasta tarde, luchando contra las sábanas y los husos horarios. Sin embargo, desde que llegaron a Los Santos los roles parecieron invertirse.
El jet-lag, esa maldición de los viajes intercontinentales, aún lo aferra. Sus ojos pesan como plomo, y su mente se tambalea entre dos tiempos totalmente distintos.

—¿Qué hora es? —Murmura, más para sí mismo que para su hermano. Pero este último lo escucha.

—Las seis y media — responde sin apartar la vista de la sartén —¿Otra vez desvelado por el jet-lag? —La pregunta es amable, pero también cargada de complicidad —Deberías intentar dormir más durante los vuelos.

Toni asiente aunque Carlo no puede verlo, sintiéndose como un náufrago en un mar de almohadas y edredones.

—Me encantaría—Murmura —Pero no puedo evitarlo. Estaba acostumbrado a despertar a las seis en punto, como si mi cuerpo estuviera programado para ello.

Carlo deja el desayuno en la mesa y se sienta frente a él. Tostadas crujientes, huevos revueltos y una taza de café humeante.

—Come —le dice, la petición puede sonar más como una orden, pero Toni sabe que es por su preocupación dado su mal dormir —Te ayudará a recuperarte.

Grazie mille, cuore mio —Agradece con una vaga sonrisa dándole un mordisco a una de las tostadas —¿Tú no sales a esta hora? —Pregunta con la boca llena.

—Que pegote eres —Alega rodando los ojos a causa del apodo —Debería, pero el puto mantecas dice que se le complicó la mañana, me pidió que fuera más tarde.

El músico de la línea catorce - TonwayWhere stories live. Discover now