DIECINUEVE

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      No preguntó nada y salió del local. Regresó a tientas al aula cuando todos se preparaban para ir a almorzar. María se prendió de su brazo, asustándola; seguía tan absorta en lo ocurrido que ni siquiera escuchó reír a su amiga mientras caminaban. Esta pensaba que la demora de Suni en el baño se debían más a intereses eróticos que a cualquier otra urgencia fisiológica. Sin embargo a la brujita solo le venía un pensamiento a su cabeza atareada: ¿ Quién sería esa tal Sarah? ; era esa mujer que aparecía en sus sueños y visiones en formas que daban miedo, pero... ¿ Qué relación tendría con él? María hablaba sin parar, Sunieidis no podía concentrarse en sus palabras, ni en la de sus otras amigas que se habían arrimado a ellas a medida que cruzaban el pasillo. No tener información de aquella visión errante de la cual sólo conocía algunos nombres, era un verdadero dolor de cabeza.
         Formaron al pie de las escaleras de la plaza. Los demás grupos de la escuela se ubicaban a ambos lados en filas de a veinte estudiantes. Los de doce grado pasaban primero al comedor porque  eran los de prioridad nacional debido a las pruebas de ingreso. Una lechuza ululó fríamente en pleno vuelo. Muchos alzaron la cabeza para verla, aquellas aves eran nocturnas, no era usual verlas volar así de día y menos que anunciaran la muerte. Sunieidis se sintió mareada al escucharla, tanto, que volvió a asustarse cuando Yordan– otro gran amigo – le saludó de improviso. No siquiera le respondió; observó como la lechuza se posaba encima del asta de la bandera solitaria. Gritó más fuerte y esta vez Sunieidis tuvo que cubrirse los oídos con las manos. Aún así no evitó que estos sangraran. Turbada, vio acercarse la figura de una encapuchada. ¿ Acaso nadie podía verla?. Su cuerpo se congeló por completo, paralizada, notó que su túnica negra arrastraba el piso, y su rostro era tan desconcertante que tampoco pudo hablar.
— Debes ayudarme — le dijo — Debes ayudarnos.
        Y desapareció.
         Sunieidis se desplomó contra el cemento. Lucía débil y sudaba sin parar. Yordan la cargó hasta la enfermería, acompañado por María. La enfermera, que llevaba cinco años lidiando con el peso de ser el único referente médico en once kilómetros, supo reanimarla. Le inyectó destroza, y esta le subió la presión arterial. Unos minutos después, la pequeña reaccionó. Asintió a las preguntas de si se sentía mejor, y después de revisarla un poco más, la enfermera dictaminó que podría incorporarse  al almuerzo dentro de veinte minutos. María pensó mejor y fue a buscar el almuerzo de los tres.
        Yordan se quedó al pie de la cama, sentado en una silla que le cedió la enfermera. El color blanco reluciente le regresaba a la cara, como una marea inagotable de sustancias masivas, y con él la hermosura límpida que tanta fama le había dado entre los alumnos de la escuela. Sunieidis era para muchos la chica más guapa del Colegio, aunque los gustos podían variar entre María o alguna otra chica que con clarividencia, sabía cómo maquillarse y verde mucho mejor. Suni no necesitaba maquillarse, y aún así siempre estaba en las listas de todo muchacho. Tenía detrás a tantos enamorados, que Yordan creyó un día que jamás le llegaría su oportunidad, pero por mucho que pasaran los meses, ella nunca se daba por enterada de su fama, y su timidez pasaba rígida, como un a espada sin filo alrededor de su cuello. Yordan le acarició cuidadosamente sus cabellos lustrosos; quiso besarla, pero tuvo más miedo a que alguien entrara y lo sorprendiera a que Sunieidis abriera los ojos y se topara con unos labios ajenos sobre los suyos.
       La amaba desde Décimo grado, cuando la vio por primera vez, entre la marea de muchachas que no paraban de chacharear en aquella primera formación de inicio de curso. Quedó como petrificado ante una diosa que ni conocía de su existencia mundana, y desde ese momento, se prometió que debía hacerla feliz, aunque ella nunca le diera la oportunidad de ser algo más que amigos. Habían cambiado mucho físicamente. Ambos ya no eran tan escuálidos, él, ejercitándose todas las tardes en la sala de estar del último piso de la beca, y ella rellenando — no sabía cómo — la tela del uniforme con mucha más carne. Su vista recayó en la parte de las sábanas que le cubrían los senos; antes, recordaba bien, no se le podían notar con la ropa, ahora eran la envidia de las chicas y el sueño de muchos de sus amigos. << Hubiese sido más fácil tomarla de los hombros y decirle, con el pecho abierto, que la amo con todo mi corazón >>, pensó. Se acercó más a su rostro; olía tan bien, a Rosas, a vida; y su expresión soporífera era tan dulce que sería inevitable cometer una locura de la que luego se arrepentiría.
      María llegó en el mismo momento que él quizo revelarse; agarró la bandeja y volvió a meterse en si mismo. << Solo unos segundos más >>, se lamentó. María despertó a Sunieidis; se podía notar cuan amodorrada se encontraba con solo ver la pesadez con que sus labios se cerraban en una mueca irrelevante. Tuvo que ayudarla a incorporarse y a comer también. Almorzaron en silencio, como si no tuviesen nada de que hablar, mientras la convaleciente evitaba hacer contacto visual con ellos, como si durante el sueño, algo del más allá le hubiese advertido que en la ferocidad de las pupilas se encuentra la muerte eterna. La ventana se llenó de cuervos que grasnaron con fuerza para llamar la atención; Yordan se levantó, golpeando la persiana para espantarlos. Las aves emprendieron el vuelo asustadas, solo para que en el mismo lugar se posara una enorme lechuza de color blanco. Intentó asustarla como a los cuervos, pero fue en vano. El ave permaneció quieta, con los ojos redondos y atormentantes dirigidos a la cara pétrea de Sunieidis. Cuando el muchacho se cansó de hacerla volar, se sentó, y solo así la lechuza giró la cabeza en un lento círculo y al volver a su lugar, los ojos le habían cambiado a un color negro y sombrío. El fantasma blanco extendió sus alas y la puerta del baño comenzó a golpear el marco, con un sonido cortante que los asustó a los tres. María se levantó para arrancar mejor la puerta, y cuando regresó  a la cama, la lechuza se había marchado.
— Aterrador — exclamó mientras se sentaba. Pensó un segundo antes de volver a hablar —  se escuchará raro, pero  e visto cambiar los ojos de esa .
— Estás paranoica — refunfuñó Yordan; Sunieidis iba a decir algo, pero otra vez la puerta golpeó con ahínco el marco — No puede ser.
       Yordan se puso de pie de un brinco, irritado, y abrió la puerta de par en par. Una silueta espantosa colgaba del techo.  El frío que se desplazó cortante por toda su espalda, le hizo comprender que no alucinaba; trancó la puerta de un portazo y al girarse, fue visible en toda su cara el espantó al que había sido sometido. No quiso confirmar lo que había visto claramente, solo apresuró a sus amigas para salir de allí inmediatamente.
<< NO SE VAYAN, DENME DE BEBER >>, aquella voz gutural les paralizó el corazón por unos segundos. Los tres la habían escuchado, venía de todas partes y de ninguna a la vez, parecía más bien venir de sus mentes, pero los tres miraron a la puerta, que ya no estaba cerrada. La enfermera que los vio salir corriendo no tuvo tiempo de detenerlos ni de preguntarles que ocurría.
       Sunieidis recobró el ánimo en su cuerpo pasada las seis de la tarde. La abordaban en cada esquina para preguntarle lo que había ocurrido en la plaza, pero ella no hablaba de eso, ni de lo que pudo haber ocurrido en el baño. Desde que su compañero apareció mutilado en aquella canal, el ambiente en la escuela ya no era el mismo, y se sentía en cada gesto y mirada del alumnado. Cada curso, existía una leyenda o una historia de terror que les cambiaba la vida a todos, este año había sido la peor; y ella era la única que conocía lo que realmente estaba pasando dentro de la escuela. Cuando puso en una balanza lo que temía y lo que había echo por sus compañeros, se sintió triste; si se había enfrentado a él, pero siempre salía perdiendo; él encontraba la manera ideal de trastocar todo y poner patas arriba su mundo. Estaba harta, y si lo que tenía en aquel baño era un ser humano para alimentarse de él había roto su trato y eso implicaba una muerte segura, porque solo la muerte era lo que merodeaba alrededor de los vampiros, eso lo sabía bien.
      Antes de que oscureciera los fue a buscar al patio trasero, donde muchas veces ya los había visto en planes de fiesta y nudismo con cuanta muchacha le gustara para pasar el rato. No erró en su intuición, estaban allí, acostados sobre la hierba seca mientras chicas desnudas bailaban para ellos de formas eróticas y retorcidas. Era raro que el otro sujeto que siempre lo acompañaba no estuviera allí, pero ni siquiera le dio mucha importancia a eso. Gabriel se levantó en cuanto sintió el perfume de ella entrar en la atmósfera apagada de aquel atardecer. Voló hasta ella antes de que se aproximara más, y mostrándole la pantalla de su celular, le dijo:
— Ya tengo el primer hechizo que harás — Sunieidis tuvo que contener la respiración con aquel impresionante salto de ocho metros. Tomó el móvil en sus manos y leyó un párrafo enrevesado que tenía copiado en el blog de notas — Lo tenía guardado para tu tez de iniciación, pero creo que ya no es necesario probarte con lo que le hiciste a Danellys.
       Parecía estar en algún dialecto africano, no entendió nada y se lo devolvió.
— Sigues sin cumplir tu promesa — afirmó cruzándose de brazos.
— ¿ Lo dices por esto? — preguntó señalando a las chicas que no habían dejado de bailar — Se despertarán con un fuerte dolor de cabeza, una linda sensación en sus vaginas y quizás algún que otro moretón. No te preocupes, no me alimentaré de ellas... No directamente.
— Hablo del cuerpo que escondes en el baño de la enfermería —lo dijo con fuerza, para que se sintiera que no jugaba, aunque tratándose de él, poco importaba.
— Eso no forma parte de nuestro trato — explicó — Si quieres estar segura de que digo la verdad, puedes seguirme y te mostraré que guardo allí realmente.
      Sunieidis regresó a la enfermería guiada por él. Se asombró cuando la enfermera lo besó coquetamente y ni siquiera preguntó porqué estaban allí. Gabe la invitó a pasar, parecía ser el dueño de aquel pequeño lugar. Cuando encendió la luz de la lámpara, un esqueleto putrefacto desorbitó la mirada de la muchacha. Sunieidis se incrustó en el pecho del vampiro; el susto no le permitió comprender aquel acto reflejo salido de sus entrañas; cuando escuchó el suave palpitar de su corazón y su piel gélida palpando sus brazos, se separó de él con un empujón suave, se limpió él uniforme y no se dio la vuelta para ver el cadáver colgado del techo.
— No temas — quizo calmarla él — Se trata de mi querido compañero, Rey.
       Solo entonces se permitió mirarlo a fondo. No se parecía en nada; la piel la tenía pegada a los huesos; cada órgano, cada vena, cada pequeño y frágil pliegue de sustancia se notaba claramente, como si en vez de piel, fuera a una licra lo que protegiera su interior. El color de su pellejo iba del verde al gris, y en zonas expuestas levemente al brillo del Sol que se filtraba por diminutas rendijas en la pared, se tornaba rojo; en cualquier caso era horrendo y su cara demacrada reflejaba toda el hambre que estaba pasando. Una manguera atravesaba su costado derecho y extraía la poca sangre que debía tener en su organismo, drenándola hacia un cubo que no iba ni por la mitad. El goteo numérico de la sangre contra el metal, más que su penetrante olor, mareó a la chica.
— ¿ Por qué le haces eso? — estaba aterrorizada; si así trataba a un compañero de tantos años, qué no le haría a ella.
— Se ha portado mal — suspiró; se aproximó al esqueleto vampírico y con sus largas uñas le perforó el estómago. Sunieidis se cubrió los ojos, girándose en sentido contrario. Un quejido suave llegó a sus oídos y se perdió en la nada de la atmósfera — En la época oscura de la humanidad, cuando un vampiro exponía con sus acciones al resto de su clan, era castigado de formas más terribles. Él y yo pasamos por esas trampas ya; podemos soportar cualquier cosa en esta vida.
      De todas formas seguía pareciéndole horrible. La sacó de allí, pero antes de irse se restregó los labios un poco con la enfermera. Sunieidis se dejó escoltar hasta las aulas sin pronunciar palabra. La imagen del apuesto muchacho reducido a un saco de hueso y piel mustia le cercenada los pensamientos con rapidez. El vampiro le entregó su celular para que practicara el conjuro, cuando quiso irse, la brujita le preguntó quiénes eran las tres mujeres de su visión; el sonrió y le pellizcó la oreja, y se marchó sin contestar.

Corazón de bruja: Sarah SandersonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora