EPÍLOGO

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EPÍLOGO

    El humo cubría el campo de batalla y sobre la tierra calcinada, cadáveres roidos se pudrían, pisoteados por los guerreros del infierno que se despedazaban entres si, sin llegar a morir del todo. Un hermoso ángel se alzaba en el cielo y su nimbo brillante consumía la paz que quedaba en el mundo. Los muertos le cantaban y los animales impuros eran sacrificados para su gloria. Con un chasquido de sus dedos arrazó con los que combatían, y también a la cuarta parte del planeta. La luna le brindaba su fuerza y el sol la iluminaban; tanto que ningún ser mortal, o inmortal, podía mirarlo directamente sin consumirse en brazas oscuras. Entonces el ángel abrió las puertas en el cielo y su extraña luz cegó la tierra entera.
    Sunieidis abrió los ojos por fin y no fue luz, sino intensa sombra lo que penetró sus pupilas. Yacía acostada en alguna superficie plana que no podía distinguir, solo palpar con su cuerpo, estaba desnuda, lo sabía porque el aire que azotaba le quemaba la piel más de lo normal, porque era abrasador y helado. Se sentó, sin siquiera poder mirarse las manos, y fue el atormentante silencio que le rompía los oídos lo que más temor le causó. No parecía haber vida dónde estaba. No parecía haber de nada; ni siquiera una gota de esperanza.
— No deberías estar aquí — pudo reconocer esa voz cálida y concisa entre tanta neblina densa. Se trataba de Sarah, estaba segura que era ella, aunque no pudiera verla — Algo debió pasar para que estés aquí.
— ¿ Dónde estoy? — preguntó la brujita llena de incertidumbre y frío en el corazón. Ciertamente aquello no parecía nada más que un abismo, una nada llena de algo que desconocía.
— Estamos en el infierno — reveló Sarah, o más bien su voz, porque Sunieidis empezaba a creer que carecían de materia a la cual aferrarse — Este es el verdadero infierno, un lugar sin lugar, sin localización, alejado de Dios, bien alejado, pero que no puede existir sin él.
— ¿ Entonces estoy muerta? — comprendió, y solo se asustó por el echo de que aquella pregunta no le causó ningún sentimiento.
— Ambas lo estamos... Gabriel tuvo que haber frenado tu reencarnación, por eso estás aquí — Sunieidis sintió que una mano entraba en su pecho, pero no tuvo dolor alguno — Por lo visto se ha quedado con tu corazón, todavía tienes oportunidad de regresar al otro plano. Es decisión de él.
— No lo hará — la brujita estaba en calma, nada de lo que sucedía en aquel plano ni en el otro podía afectarla. Carecía de emociones — No valgo nada para él, y eso está bien. Me conformo con vivir la eternidad aquí, en perpetuó silencio contigo, Sarah Sanderson.
— Este lugar no estará aquí para siempre — Sarah parecía buscar arriba una señal de estrellas o planetas, solo había oscuridad — O al menos eso quisiera creer. Aquí Dios no viene, aunque está.
     Sunieidis hubiera, al menos, sonreído con aquel trabalenguas, pero ni siquiera se le conmovió el corazón. Miró arriba también y casi hubiera jurado que una estrella fugaz cursaba el cielo en una llamarada intensa y desmedida que jamás olvidaría.
— Puede ser — confirmó Sarah, llevaba mucho tiempo en ese lugar, aunque había estado viva no hace mucho — Esas estrellas fugaces son los Ángeles Caídos que todavía descienden del cielo de los cielos. Nunca he tenido la oportunidad de ver uno; este lugar es inmenso, hecho para que ninguna otra criatura encuentre a otra, pero sé que son ellos.
— ¿ Entonces por qué estamos tú y yo juntas?
— Quizás Dios nos quiere decir que somos la misma alma.
    Y entonces Sarah le contó todo lo que sabía sobre la historia de aquel lugar. Le reveló que en el principio de todo estaba el Ser, el Ser Infinito, la Trinidad Sublime. Dios era como una
inmensa esfera de luz blanquísima, no lo era, pero si hubiera que imaginarselo en comparación a algo, sería eso, una gran esfera de luz pura e infinita. Esa Esfera de Luz magnífica, limpida, estaba en medio de la Nada. Una Esfera que resplandecía en mitad de la oscuridad más absoluta, la oscuridad perfecta, sin límites ni remiendos. Al principio únicamente existía esa Esfera. Como no había nadie, ni nada, salvo la esfera de luz en medio de la oscuridad perfecta, nadie podía verla, ni admirarla, aunque fuera colosal como millares de múltiples universos. La esfera infinita estaba llena de vida en si. La Vida Trina latía en su interior, fluía en el seno de esa Esfera. De pronto, ocurrió algo. Era la primera vez que sucedía algo hacia fuera de la Esfera. Esto ocurrió tras millones de millones de siglos, pero en realidad no había Tiempo. Pero entre ese antes y ese después hubo mil eternidades, y después eternidad tras eternidad. Sin fin, y sin instantes. Mucho antes de que existiera el presente, millones y millones de siglos de no tiempo se sucedieron; luego el pasado,y siguiente el futuro. De súbito, en el momento preciso, en el instante exacto, antes del cual no existió nunca un instante anterior, la voz poderosa
resonó en el interior de la Esfera y diciendo:  << ¡Hágase! >>. Y de la Esfera surgió una luz creadora, reveladora, que se expandía a camara lenta y pintaba la oscuridad perfecta de matices nuevos, desconocidos, formados por la imaginación de la gran esfera. La luz creadora que se expandía estaba formada por millones de millones de seres
angélicos. Cada naturaleza angélica era como una pequeña estrella. Las había de todos los tamaños. Cada ser angélico resplandecía con su propio tono de luz, cada uno emitía una música particular. Cada uno lucía un rostro atónito, feliz, pero atónito, ante el espectáculo del acto creador del que eran espectadores.
     Cada ángel superior tenía otros menores alrededor de él, como planetas que rodean a una estrellas; había centenares de jerarquías angélicas. Cada ángel dependía de otro ángel superior. Los ángeles superiores, menores e intermedios formaban innumerables niveles, complejísimas rotaciones, innumerables jerarquías, complicadas
series de niveles, formando más y más lo que se asemejaba a una sociedad real, la primera de todos los universos.
El Ser Infinito hacía que fluyera de él ríos grandiosos de luz, universos y universos de ángeles salían de la Esfera, y nunca se detenía ese proceso.
Pero en una llamarada fortuita e incomprensible llegó el final, el último ángel había sido creado. El número de los ángeles era incalculable, pero hubo un último ángel en aparecer. Decir que eran trillones de
trillones era poco. Dios había sido extraordinariamente generoso al crear.
    Sarah se detuvo por un instante para ver caer otra estrella, que esta vez pasó más cerca y a mayor velocidad.
— Creo que viene una avalancha de Ángeles caídos — dijo suspirando — ¿ Por qué no los contemplamos por un instante? El cielo debe estar llorando por ellos.
    Sunieidis observó la nada de arriba y vio caer cientos de estrellas, diminutas, gigantescas, medianas, lentas y rápidas. Era un espectáculo hermoso, uno de los más hermosos que jamás había visto, y el más triste también. Podía escuchar el lamento de aquellas criaturas, oírlos llorar y lamentarse de su final, porque en cuanto tocaran tierra, morirían, quizás no literalmente, como comprendió de inmediato, pero si morirían, porque estar lejos de la gran esfera era morir. Una estrella gigantesca cruzó el cielo oscuro por encima de sus cabezas. Sunieidis sintió lastima y extendió sus manos para atraparla; Sarah la detuvo a tiempo.
— No se les ayuda — dijo con voz triste — No hagas tratos con ellos, aquí cada cual está por sus propias decisiones. Decisiones que pudieron haber cambiado.
     La brujita comprendió. En unos pocos segundos, la lluvia de estrellas cesó por completo; volvió a sentirse aquella paz atormentante.
— Voy a salir de aquí — dijo Sunieidis con convicción. Sarah se compadeció de ella y no le dijo que eso era imposible, al menos no si alguien de afuera de ese plano no intentara sacarla — Y tú me ayudarás a aprender lo necesario para hacerlo.
    Regresó el silencio y la oscuridad, la falta de felicidad o tacto, el pudor. Sunieidis volvió a acostarse y dejó que el aire frío y quieto del infierno le quemara el cuerpo. Lo comprendió todo en ese instante de terror en el que se hayaba presa. Estaba entre la vida y la muerte. No existía, porque era imposible existir sin Dios, ahora entendía. Comprendió, y no le gustó para nada el sabor de la sabiduría entre sus labios de niña.

Corazón de bruja: Sarah SandersonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora