Vuelve

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No recordaba la última vez que había subido en Metro. Bueno, sí, se suponía que en año nuevo había llevado a un señor Jeon muy drogado a casa en Metro, pero no me acordaba de ello, así que supuse que no contaba. No es que volver a estar apretujado en mitad de un montón de gente a primera hora de la mañana fuera una experiencia que echara de menos en absoluto, solo fue un pensamiento curioso que tuve cuando bajamos por las enormes escaleras que se hundían en las entrañas de la ciudad.

Salimos veinte minutos después, en el corazón de Brooklyn, a apenas diez minutos andando de la casa de Edward. No sabía qué me esperaba exactamente, pero cuando llegamos me di cuenta de que aquel era la clase de lugar en la que él viviría: un edificio de ladrillo antiguo sin ascensor en mitad de un barrio de clase media.

—Está todo un poco patas arriba —me advirtió mientras subíamos las escaleras. Puse los ojos en blanco.

—Sí, Edward, tienes toda la pinta de ser la clase de persona que vive en un departamento desordenado —dije con un marcado sarcasmo en la voz. Él giró el rostro y apretó los labios, miró a un lado y después a mí.

—Soy mucho más desordenado de lo que parezco —confesó, ya con las llaves en la mano. Se detuvo en el pasillo del cuarto piso y abrió la puerta de la izquierda. El departamento de Edward era el típico en Brooklyn, pequeño, con algunas reformas, suelo de madera falsa y espacio abierto. Nada más entrar estaba el salón-cocina, con una mesa para cuatro comensales, un sofá, una pared de ladrillo oscuro, otra cubierta por un armario de baldas repleto de libros y otra con ventanales que daban a la calle y a las escaleras de incendios. Era acogedor, humilde y sencillo, como el propio Edward.

—Te dije que estaba patas arriba —repitió él, dejando las llaves en el bol que había sobre un pequeño mueble al lado de la entrada. Lo que Edward consideraba “patas arriba”, era un poco de bajilla sin lavar en la pila de la cocina, una manta deshecha sobre el sofá y algo de ropa tirada sobre una silla.

—Vives en un vertedero —asentí mientras me quitaba la cazadora—. Quizá deberías plantearte buscar ayuda.

Edward se rió y fue hacia la cocina para recoger el montón de ropa que había sobre la silla y llevársela hacia la habitación que había al otro lado, el único lugar separado del resto de la casa.

—Nunca viene nadie a casa y he perdido la costumbre de limpiar a diario —me explicó a lo lejos—. Solo lo hago cuando vienen mis padres de visita.

—Eso es lo normal, Edward —respondí yo, quedándome en un punto intermedio del salón sin saber muy bien qué hacer más que meterme las manos en los bolsillos y mirar hacia las ventanas. El cielo ya era gris y no de un negro ceniza. Había amanecido durante nuestro trayecto hasta allí, pero el sol no se veía tras las densas nubes que amenazaban con lluvia.

—Oh, cerraré la ventana, perdona —dijo Edward, apareciendo desde la habitación y dirigiéndose al ventanal que estaba un poco abierto—. Siempre lo dejó así para airear la casa mientras no estoy.

—¿Por eso no huele a tabaco? —sonreí.

—No, no —respondió él, frunciendo un poco las cejas y negando con la cabeza—. Nunca fumo dentro de casa, me parece muy desagradable.

Lo hago afuera —y señaló hacia la escalera de incendios.

Me acerqué para mirar mejor y vi un cenicero en la repisa exterior de la ventana junto a la revista New Medicine, después giré el rostro hacia Edward con una sonrisa afilada en los labios.

—¿Quieren que los vecinos te miren y se pregunten quién ese hombre que parece tan interesante y bohemio? —murmuré.

A Edward se le escapó una breve carcajada.

El AsistenteWhere stories live. Discover now