Capítulo 8- Tormenta de nieve

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La vanidad es tan fantástica, que hasta nos induce a preocuparnos de lo que pensarán de nosotros una vez muertos y enterrados.

Ernesto Sábato.

—Nate —escuchó la voz de Tara en la distancia—. Nate —repitió esa voz que resonaba de manera idéntica a la de su esposa, y de pronto la visión de ella se volvió borrosa ante sus ojos, con sus oscuros orbes, su cabellera negra y su imperturbable semblante. No era la primera vez que le sucedía; de hecho, le ocurría con frecuencia. Cada vez que caía en un sueño profundo, veía a Tara frente a él, y la percepción era increíblemente real.

Sin embargo, unos golpes en la puerta lo sacaron de su ensueño. Se había quedado dormido en la bañera fría. —Mi señor —escuchó la voz del mayordomo, el señor Fairchild. Era el sirviente más veterano de su propiedad, lo había llevado consigo desde Inglaterra, y ya era casi un anciano. A pesar de que debería dejarlo marchar con una buena compensación, él se negaba a irse y Nathaniel tampoco sentía prisa por despedirlo; después de todo, la señora Manderley se encargaba de la casa mejor que nadie y el viejo Fairchild, en muchas ocasiones, solo seguía sus indicaciones.

—¿Qué sucede? —carraspeó, saliendo de la tina y sintiendo su cuerpo frío mientras tomaba un paño para secarse.

—Se trata del médico, mi señor. Ya ha examinado a la señorita Rothinger y desea hablar con usted.

Por un momento, había olvidado por completo a la institutriz, a pesar de haberse quedado dormido pensando en ella. Su ayuda de cámara, un hindú, lo asistió para vestirse con celeridad y salió de su habitación. Aquel cuarto había sido su refugio desde que enviudó, incapaz de usar la alcoba presidencial o la conyugal que había compartido con Tara. 

—¿Y bien? —preguntó al ir en busca del médico, que lo había estado esperando en el despacho. 

¿Durante cuánto tiempo se había quedado dormido? A veces, perdía la noción del tiempo entre sueño y sueño. Por eso, prefería ausentarse en las Oficinas del Gobierno, allí no perdía el control de su vida como le ocurría en casa. Había pensado varias veces en mudarse, pero no podía dejar atrás los recuerdos que lo ataban a la propiedad. 

—Gobernador  —reverenció el señor Hastings, poniéndose de pie. Lo conocía bien y sentía aversión por él. Después de todo, había sido él quien había certificado la muerte de su esposa. En Calcuta no abundaban los médicos ingleses, por lo que ese hombrecillo de pelo oscuro y espeso bigote solía ser el encargado de los asuntos médicos relacionados con los miembros de la alta nobleza o altos cargos del Imperio Británico. 

—¿Cuál es el diagnóstico de nuestra recién llegada de Inglaterra, señor Hastings? —inquirió, evitando su mirada mientras buscaba su talonario para abonar sus honorarios.

—Pues me temo, mi señor, que la señorita Rothinger está esperando un hijo —declaró el doctor Hastings. Nathaniel levantó la mirada del cajón, aún de pie, y clavó su penetrante mirada azul en los ojos avellana del médico, sin poder creer lo que acababa de escuchar. Las palabras de la señora Manderley lo golpearon como una verdad irrefutable. ¿Por qué no la había querido escuchar? Al fin y al cabo, su ama de llaves era la persona con quien más confiaba tras su secretario personal.

—¿Está usted seguro? La señorita Rothinger ha llegado aquí con excelentes referencias. Me resulta difícil creer que una mujer con su impecable historial profesional y las recomendaciones más elogiosas de personas destacadas en Inglaterra esté esperando un hijo, ya que, según tengo entendido, la joven no tiene esposo.

—Su Nobilísima, estoy completamente seguro de lo que afirmo. La señorita Rothinger muestra señales de estar embarazada de unos cinco meses, aunque su barriga apenas es visible. Estoy convencido de que los corsés que lleva también han contribuido a ocultar su estado.

El diario de una institutrizWhere stories live. Discover now