Capítulo 14- Bajo el encanto rojo

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La envidia en los hombres muestra cuán desdichados se sienten, y su constante atención a lo que hacen o dejan de hacer los demás, muestra cuánto se aburren.

Arthur Schopenghauer

Su reputación estaba en peligro. Y su situación, ya de por sí precaria, dependía de una reputación intachable. Emma estaba desesperada por esas acusaciones infundadas y por los comentarios crueles e indiscretos del ama de llaves. ¿Cuestionar su virtud abiertamente y en público? Ese tipo de conversaciones no deberían tener lugar jamás, y sin embargo, en esa casa se había hablado del asunto como si fuera algo trivial, como si insultar a una mujer sin padres fuera la cosa más fácil del mundo. ¡Qué injusto! ¡Qué inmoral!

Pero no solo estaba desesperada, sino que también se sentía terriblemente humillada, deshonrada. ¡Qué mala educación! Esas personas, las de esa casa, no tenían moral. 

—Señorita Rothinger —oyó la voz profunda y grave del Gobernador, sacándola de sus pensamientos. Estaba tan enfadada, tan ofendida y tan ansiosa que ni siquiera se había dado cuenta de que se habían quedado a solas—. Permítame ofrecerle mis más sinceras disculpas por las palabras inapropiadas del ama de llaves —dijo él con voz autoritaria y pausada, proyectando poder sin esfuerzo—. Independientemente de la veracidad de las acusaciones, no ha sido adecuado el modo en que se ha tratado el tema. 

—¿De veras? Esto es cada vez más inaudito. Aprecio su amabilidad, pero resulta insuficiente si aún alberga dudas sobre mi palabra —Respiró hondo ella—. Esperaré la llegada del médico en mi recámara —Elaboró una reverencia corta y dio dos pasos hacia la puerta, pero el futuro vizconde Canning la cogió por el brazo, deteniéndola, acercándose a ella. Ya habían estado cerca el uno del otro a lomos del caballo blanco del Gobernador. 

Pero ahora ambos estaban pisando tierra firme.  

—No dudo de su palabra —susurró él con una pronunciación clara, cerca de su oreja. Emma lo miró de soslayo y sus ojos se encontraron con la frescura azul de los suyos.

Nathaniel aflojó el agarre de su brazo hasta parecer una caricia y ella suspiró de forma involuntaria. —Comoquiera que sea... 

—No discuta más, señorita Rothinger. Lo único que debe saber es que no dudo de su palabra —ordenó él con su habitual autoridad, acostumbrado a ser obedecido sin objeciones, a que nadie desafiara abiertamente sus decisiones. Sin embargo, ella era diferente, parecía decidida a contradecirlo en cada momento.

Quizás por eso, poco a poco, no podía sacársela de la cabeza, porque era distinta a todas las demás. Porque era todo lo que él pensaba que odiaba. 

—¿Alguien le ha dicho que es usted el hombre más arrogante del Imperio Británico? 

—No con esas mismas palabras, aunque el Duque de Wellington suele decirlo de otra manera mucho menos refinada.

El comentario la hizo enmudecer. Los rayos de sol seguían colándose por esa ventana que ella había destapado, cruzando las penumbras del salón de invitados que llevaba años sin redecorarse. En la penumbra, él vio que los pechos de ella se hinchaban y el hielo en sus venas se derritió. Le hubiera gustado ahondar mucho más en esa caricia, en ese roce de su mano sobre el brazo de ella. Tuvo que refrenar todos sus demonios para no desatarse y tocarla de un modo mucho menos sutil. Lo que él quería, lo que estaba deseando en esos momentos, estaba mal en todos los sentidos. 

Con la mandíbula apretada, se recordó que solo había querido disculparse. 

Controló sus instintos justo antes de que se dispararan, pero entonces ella volvió a suspirar y le pareció que la señorita Rothinger deseaba lo mismo que él: un beso.

El diario de una institutrizWhere stories live. Discover now