CAPÍTULO TREINTA Y CINCO (parte 1)

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𝑬𝑳 𝑭𝑰𝑵𝑨𝑳 𝑭𝑬𝑳𝑰𝒁 𝑵𝑶 𝑬𝑺 𝑷𝑨𝑹𝑨 𝑻𝑶𝑫𝑶𝑺


La tela suave subía por sus caderas y las tiras blancas por sus brazos hasta llegar a sus hombros, al mismo tiempo que su cabello estaba siendo acomodado en un espléndido peinado. Las hadas estaban haciendo sin duda su mayor esfuerzo preparándola para la importantísima ceremonia. Sin embargo, Sage se contemplaba en el enorme espejo frente a ella sin brillo en sus ojos.

El metal frío del collar dorado sobre la piel de su cuello la llevó al momento en el que Peter le susurraba al oído mientras sus miradas se entrelazaban a través de un espejo viejo. La diadema que apenas había sido colocada sobre su cabeza le recordó a la corona de flores. Su cabello finalmente peinado por completo la hizo sentir extraña, le gustaba más cuando un muchachito de rizos dorados lo peinaba.

—Pueden irse.

El tono de voz frío y seco hizo que las hadas se fueran sin siquiera haber empezado a decorar su rostro con brillo.

Al estar sola, viendo su reflejo tan majestuosamente deprimente a sus ojos. Se veía igual que la última ceremonia ocurrida en tiempos antiquísimos. No obstante, no se sentía tan gloriosa.

Esa no es mi niña perdida.

Su mente le estaba jugando una mala pasada regresándole la voz de Peter a cada momento.

No se vestiría con telas finas y delicadas cuando lucha mejor que mis Niños Perdidos.

Una mueca de repudio hacia su persona surcó su rostro, pero desapareció en cuanto la vio en el reflejo.

No usaría hebillas de oro cuando juega en la tierra.

Cerró los ojos con fuerza mientras rebobinaba los momentos de pura diversión y alegría junto a su hijo. Esperaba que cuando todo estuviera en orden pudiera volver al reino, a su lado como el príncipe que realmente era. ¿Pero eso dónde dejaba a Pan..?.

No se pondría zapatos de princesa cuando corre por los bosques.

«¡Detente!»

Maldecía mil y una veces a la cascada que le quitaba la felicidad cada que podía, pues esta rechazaba la magia oscura y Sage tenía mucha de ella. No estaría en paz hasta tener el cetro en su poder otra vez.

Ni mantendría un rostro serio cuando muere por sonreír.

Finalmente el espejo se partió cuando su propia mirada se encontró con el reflejo de sus ojos ámbar. Entre las piezas que no habían caído al suelo pudo verse y se sorprendió al notar que tenía su cabello suelto, la diadema yacía en el suelo y lo dorado que adornaba su piel también.

Inhaló y exhaló profundo y despacio. Trató de convencerse a sí misma de que lo mejor era recuperar el poder y cuando lo hiciera su felicidad y gloria volverían. Tendría el cetro y su hijo, eso era lo que había querido conseguir durante todos esos siglos de soledad y tristeza. Aunque sí decidió no llevar nada más que el vestido blanco, los zapatos del mismo color y el cabello suelto, en honor a lo que dejaría atrás.

Vio en su tocador algo que le llamó la atención, no pudo evitar acercarse y tomarlo en cuanto supo lo que era. Un brazalete con diferentes y pequeños dijes colgantes, hecho por los Perdidos de aquella isla escondida. Ignoró todo pensamiento de rechazo, rencor o ira, y se lo puso.

Caminó con pasos lentos hasta su cama mientras contemplaba el brazalete y recordaba el momento en el que se lo habían dado.

En el cajón de la mesita al lado de su cama se encontraban los demás obsequios de los chicos que ella había catalogado como salvajes. Antes le habían parecido chucherías, ahora las guardaba como un lindo recuerdo. En una esquina del cajón estaba el ungüento que Pan había usado en sus manos sabiendo que al igual que calmaba las molestias de su marca, también podía sanar heridas de magia. Al lado del ungüento había una carta de Iris que no recordaba haber puesto ahí y estaba cerrada porque el sello seguía intacto.

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