Verdades

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Helen

Un inmenso palacio hecho de una extraña piedra negra se cernía ante los cuatro. Era inmenso, más aún que la academia, y estaba lleno de elegantes torreones y de cristaleras con poligonales mosaicos.

Detrás de él, se podía ver un gran precipicio, como si este marcara el final del Tártaro. No sabía que debajo del nivel más profundo del Inframundo, había otro aún más abajo. Y como si el paisaje aún no fuera lo bastante siniestro, a unos diez metros al oeste se encontraba el Cocito, el río de las lamentaciones.

Habíamos llegado allí en una corta caminata de no más de una hora, aunque se hizo algo larga a causa del silencio que había reinado desde entonces entre nosotros. Desde el cambio de actitud que Athan había tenido conmigo al arrastrarme inconsciente lejos de mis compañeros de viaje, habíamos estado alerta a cualquier movimiento repentino del hijo de Hades, y eso creaba una gran tensión.

Todos nos quedamos mirando el magnífico trabajo arquitectónico que teníamos delante, pensando en lo que contenía en su interior. Todo estaba en silencio, lo único que se oía eran los gritos de los habitantes del Cocito. Mia fue la primera en exteriorizar el pensamiento que en ese momento todos compartíamos:

―Aquí es donde están los restos de Urano.

Athan asintió despacio, visiblemente asustado y nervioso.

Nos quedamos algunos segundos pensando en nuestro próximo movimiento, aunque no había más que uno. Paris cogió el asa de hierro forjado que colgaba de la pesada puerta y la golpeó contra esta. El asa no había acabado de golpear la puerta, que está se abrió con un estruendo.

Todos nos miramos con una mezcla de miedo y sorpresa, y reuniendo la poca valentía que nos quedaba, entramos sin pensarlo.

Fue dar dos pasos y la puerta se cerró tan rápido como se había abierto. Corrí hacía ella, tratando de empujarla, pero no se movió ni un milímetro.

―Déjame a mí ―se ofreció Paris.

Lo oí gruñir a causa del esfuerzo, ya que la escasa luz que ofrecía el exterior se había desvanecido al cerrarse la puerta y no podía ver nada.

―No se mueve, pesa demasiado.

El ruido de una cremallera resonó por la sala y una pequeña luz iluminó donde estábamos nosotros. Paris había sacado una linterna de su mochila y se disponía a enfocar a todas partes para poder escudriñar la estancia. Por desgracia, esta era tan grande que la luz de la linterna no llegaba a las paredes ni al techo.

―Cogeros todos del de al lado ―sugerí yo―, esto es inmenso y si nos separamos quien sabe si podremos volver a encontrarnos.

Todos me obedecieron y me cogí a la chaqueta de Paris. Empezamos a andar poco a poco, siguiendo el haz de luz que apenas alcanzaba dos metros más adelante.

Cuando oíamos algún ruido, todos nos soltábamos y sacábamos las armas, pero allí no había nada. Empezaba a pensar que era el mismo palacio el que hacía ruidos cuando la linterna encontró unas escaleras negras, a juego con el suelo y el exterior del edificio.

Comenzamos a subirlas con cuidado, ya que eran tan estrechas que apenas podías apoyar medio pie en ellas.

Me aferraba con fuerza a la chaqueta de Paris, y a la vez él se aferraba a la gabardina negra de Athan.

Paris tenía el ceño fruncido, concentrado en apoyar el pie en los escalones sin resbalarse. Le observaba de reojo mientras miraba las escaleras para no caerme. Cuando me di cuenta, me regañé a mí misma por pensar en eso cuando probablemente estaba a punto de morir. Luego pensé: si estos son mis últimos momentos, ¿por qué no pasarlos con una bonita imagen grabada en mi retina? Y volví a mirarle.

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