Capítulo 36: Total Recall

70 2 0
                                    

Me ducho, y emulando algunos clichés cinematográficos, intento convencerme de que el agua me purifica, me exime de mis pecados, me renueva por dentro. Pero es pura pose, porque en realidad estoy intentado gravar a fuego en mi memoria lo que ha sido el último polvo de mi vida. Ha sido genial. Ha sido brutal.

-Pam, te quiero.

-No creo que eso sea cierto, Alberto.

-Joder, Pam, te quiero.

Evidentemente no es cierto; sé que no puedo quererla, que no es más que un programa informático, un puñado de bits. Desde un buen principio quise que hablara como lo que es, o como lo que yo creo que es; como uno de esos robots humanoides de la ciencia ficción del siglo XX. Eso también es configurable. Lo más habitual es que la gente haga hablar a sus avatares como si fueran personas normales y corrientes. Así les parecen más reales, más humanos. Pero yo he preferido marcar siempre esa distancia que me recuerda quién soy, dónde estoy y a qué he venido. Y aún así, ahora, podría quererla.

-Joder, sí, eres la hostia, Pam. Te quiero...

Mientras me ducho suenan iconos indies de los 90 (Los Planetas, Manta Ray, Family...) y las paredes alternan un juego de luces que supuestamente me dice algo, aunque no debo de ser consciente. Temperatura perfecta, presión perfecta... Uno podría ser feliz rodeado de estas comodidades.

En el año 7024, en Los Ángeles, y en casi todas las grandes ciudades del mundo, hay niños que se mueren de hambre, hay familias que viven en la miseria y hay gente como yo, la clase alta de lo más bajo, el rey de los ladrones, la cabeza del ratón. A ojos de los ciudadanos, claro, seguimos siendo apestados. Todos estos chismes son en realidad un burdo reflejo de los elegantes aparatos que ellos tienen en sus lujosos hogares; copias importadas de Asia, imitaciones fabricadas con piezas robadas, gangas del mercado negro, trapicheos, contactos en la aduana. Pero tenemos cosas mejores, eso también. Les llevamos ventaja en el tema de las comunicaciones. Nuestro biocomunicador nos permite hacer casi todo lo que uno podría esperar de un biocomunicador. No estamos sujetos ni a leyes de privacidad, ni a las limitaciones de los sistemas operativos de las grandes compañías, ni a pagos, ni a cuotas, ni a compromisos de permanencia. A casi nada que tenga que ver con las leyes del libre mercado.

-¡Toc, toc!

Llaman a la puerta. Con la mano, como antiguamente.

-¿Contraseña?

-Pez espada.

Siempre es pez espada.

-Hola.

-Hola. Le traigo un paquete.

-Gracias.

-Suerte.

-Sí, claro.

Un paquete sin nombre, ni dirección, ni remitente, ni nada.

Preparo mi silla eléctrica personal: el sofá en el centro de la habitación, con una mesita al lado; y sobre ella dejo el paquete. En la cocina me preparo un ruso negro, mi última bebida. Hago sonar Canción de todo va mal, de Le Mans, y en las paredes proyecto algunas imágenes de mi infancia, mi adolescencia, mi juventud. Son recuerdos en primera persona, no como en esas películas en las que la gente se recuerda a sí misma como si estuviera dentro de una película. Eso es absurdo.

Veo a mi madre, cocinando paella, tomando el sol en la terraza de nuestro piso en Sant Feliu. Veo a mi padre con las manos sucias, a mi abuela haciendo punto de cruz y una guerra de almohadas con mi hermano. Nos veo abriendo regalos de navidad: el Spectrum, la Master System, la Super Nintendo... Veo desayunos con churros, veo Critters en el salón de mi casa, veo cenas familiares por San Esteban. Y me veo en clase, sentado en un pupitre verde, memorizando ríos, afluentes, sierras y cordilleras, cosas que nunca me han servido para nada. Juego con mis compañeros a las canicas, a la peonza y a baloncesto. Quedamos a las cinco detrás de la iglesia y nos damos de hostias. Veo series de dibujos animados y amores infantiles. En el instituto, recuerdo algunos libros que me cambiaron la vida, chicas a las que creí querer, porros y cervezas. Veo Historias del Kronen y oigo a Extremoduro. Y en la universidad veo luz y nubes de algodón; veo apuntes, bufandas, carpetas... Veo un agradable invierno. Veo a Ana.

Le doy un sorbo a mi copa y abro el paquete. Encuentro lo esperado: una jeringuilla y un tubo de goma elástica. Sé lo que hay en esa jeringuilla. Hay un suero adormecedor y un puñado de micromierdas biotecnológicas que me van a abrasar el cerebro.

Estoy a punto de olvidar muchas cosas. Todo por el plan.

Le doy otro sorbo a mi copa y me coloco la goma en el brazo, y la aprieto hasta que mis venas piden clemencia. Y me inyecto el mejunje. No es difícil, se lo he hecho a mucha gente antes. Además, es como cuando iba al médico de pequeño. Esto de las inyecciones no ha cambiado mucho, no aquí en la periferia. La única diferencia es que ya no hace falta alcohol para desinfectar la zona, la solución que contiene la jeringuilla lo mata todo.

Así que ya está, el plan está en marcha. Me acomodo en el sofá a esperar la llamada, con mi copa, con mis grandes éxitos de finales del siglo XX sonado hexagónicamente.

-Llamada entrante, Alberto.

-Gracias, Pam.

Un agudísimo pitido, que me ensordece.

No estoy aquí ahora (aka Freaky Life)Where stories live. Discover now