Capítulo 4

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Tomé el portafolio y cerré la puerta. Todavía no podía creer lo sucedido. Lo apoyé sobre la mesa del living y me quedé viéndolo por un largo tiempo. En silencio ¿Sería verdad? Debía abrirlo pero no tenía el suficiente coraje. Abrirlo significaba abrir las puertas de un pasado que ya había dejado atrás. Sería volver a la pesadilla que me torturaba día y noche.

Lo observé detenidamente. Era negro y no tenía siglas ni nada por el estilo que me diera una pista de quién lo había enviado. Me acerqué y lo rosé con mis dedos. Una rugosidad me invadió las yemas. Iba a abrirlo. Quería corroborar lo que había allí dentro.

Oí la puerta del dormitorio cerrarse. Lo tomé y lo oculté debajo del sofá. Alessa no debía saber nada de esto. No debía quedar involucrada. Aunque yo ya sabía que eso era demasiado tarde. Lo lamentaba. Tanto tiempo había negado el amor, una relación, una vida común y corriente. Y ahora que le había abierto las puertas a un mundo nuevo, llegaba el mismísimo Diablo a mi puerta y me encargaba, una vez más, que realizara mi trabajo. Quizás, yo no era más que un soldado de su ejército y debía cumplir las misiones que me fueran encomendadas.

Pero no. Decidí no abrirlo. Lo escondería y no lo tocaría nunca más. Pero sabía que tarde o temprano debería hacerlo.

Alessa apareció con el mismo vestido rojo de la noche anterior. Ya no llevaba sus labios pintados y tenía otra mirada aquella mañana de verano. Una más del verano. Me besó en los labios dulcemente.

-¿Quién era, Louis? –preguntó mientras se alejaba a la cocina.

-Emm... -dudé. –Era un vecino para avisarme que habrá una reunión de consorcio –dije finalmente. Para mi fortuna, ella no estaba presente para ver mi cara de horror.

-Ah, que aburrido suena. Bueno, -su figura apareció por la puerta de la cocina -¿me abres? Debo irme.

-Por supuesto –me acerqué a ella y pude oler su rico perfume. Tomé las llaves y le abrí la puerta.

-Nos vemos pronto –su sonrisa le iluminaba el rostro.

-Eso espero, corazón.

Nos besamos como dos locos enamorados y dejó mi apartamento. La vi entrar en el ascensor. Antes de desaparecer, me arrojó un beso.

Cerré la puerta y volví al sofá. Saqué el maletín debajo de éste y lo llevé al dormitorio. Lo arrojé a la cama esperando a que se abriera involuntariamente, pues yo no me atrevía a hacerlo. No ocurrió. Entonces, lo tomé por la manija y lo guardé en el estante más alto del armario. Miré la hora. Ya eran las doce del mediodía.

Me cambié rápidamente, colocándome unos jeans viejos y una camiseta blanca. Tomé mis anteojos de sol y dejé mi casa. Tenía hambre.

Llamé al ascensor y esperé. A mi mente vino la imagen de aquella figura que me había dejado el portafolio en mi puerta y había desaparecido por este mismo ascensor. Me dije "basta" a mí mismo, sacudiendo la cabeza. Se oyó un "clin" y las puertas se abrieron. Entré y pulsé el botón "planta baja". Otro "clin" sonó y las puertas se cerraron. Mi panza gruñía del hambre.

Dejé el edificio y me dirigí al primer restaurant que vi en la Plaza de San Marcos.


Dejé el restaurant alrededor de las dos de la tarde. Necesitaba tiempo para pensar. Me senté en un banco de la plaza y comencé a observar a la gente. De algún modo, mi empleador me encontró años después de haber dejado el negocio. Así que, supuse, me habría estado observando; y la persona que me había dejado el portafolio en mi puerta, debía ser algún ciudadano común ¿Lo estaría viendo pasar feliz y sonriendo por delate mío?

Miré mi reloj, debía ponerme en marcha hacia el trabajo o volvería a recibir un llamado de atención nada amistoso de mi jefe.

Regresé a mi apartamento. Coloqué la llave en la cerradura y ésta no giró. Tomé el picaporte y la abrí. Qué extraño, siempre era de cerrar la puerta con llave. Un escalofrío recorrió mi cuerpo de pies a cabeza. Entré cuidadosamente. Me dirigí a la primera puerta. Entré en la cocina sin hacer el menor ruido posible. Caminé alrededor de la isla de cocina. Tomé un cuchillo. Giré, esperando encontrar a alguien allí, esperándome escondido para matarme. Pero no había nadie.

Dejé la cocina y avancé por el living. El ventanal estaba corrido y la cortina se elevaba por el aire debido al viento. Me acerqué. En el momento en que la cortina se elevó, crucé el ventanal y salí al balcón. Tampoco había nadie. Observé para los costados y me percaté que no era imposible alcanzar los balcones vecinos ¿Y si habían entrado por allí? Me tomé un segundo para mirar hacia abajo. La plaza estaba abarrotada de gente y se podía oír el griterío de los turistas.

Volví a la casa. Aún me quedaban por revisar el baño y el dormitorio. Avancé por el pasillo que llevaba a ambas habitaciones. Estaban enfrentadas. Decidí investigar el baño primero. Abrí la puerta levantando amenazadoramente el afilado cuchillo; me encontré mirándome al espejo. La luz solar que entraba por la pequeña ventana, me dejaba ver perfectamente el interior. Agradecía haber tomado la magnífica decisión de comprar una ducha de vidrio. El temor de que alguien se escondiera allí, me volvía loco. Cerré la puerta y giré. Era hora de entrar a la última habitación de la casa.

La puerta del dormitorio estaba entreabierta. Miré por el espacio que quedaba pero no pude visualizar nada. Entonces, le arrojé una patada y la puerta se abrió de par en par. Lo primero que vi fue el enorme televisor. Frente a éste, la cama yacía desprolija como en la mañana. La ventana de la habitación estaba cerrada y la persiana estaba a medio bajar. Ingresé. Miré del otro lado de la cama y no encontré a nadie. Tomé el coraje, respiré hondo y me agaché. Debía observar debajo de ésta. Corrí lenta y delicadamente las sábanas caídas, al tiempo que sentía mi respiración agitarse. Terminé de correrlas y lo único que hallé fue un par de zapatillas deportivas. Me incorporé. Una gota de sudor resbaló por mi frente. Apunté con mi arma blanca hacia el armario ¿Y si alguien me observaba desde las rendijas? El miedo me invadió. Avancé. Tomé el picaporte. Se sentía áspero bajo mi palma. Jalé. Mi respiración se detuvo. La puerta del armario se abrió. En ese momento, una chaqueta cayó sobre mí haciéndome trastabillar y caer sobre la cama. Comencé a gritar y a blandir mi cuchillo sin piedad por el aire. Lo único que conseguí fue despedazar a mi nueva chaqueta. Rayos, me estaba volviendo loco. No había nadie allí tampoco. Me puse de pie y palpé el estante más alto. Debía hacerlo. Todavía se encontraba el maletín. Respiré aliviado. Nadie había irrumpido en mi casa. Fue sólo un ataque de paranoia. Debía de ser eso. Me sequé la transpiración con la mano.

Era hora de volar al trabajo. Se me estaba haciendo tarde de nuevo. Me vestí igual que el día anterior y me retiré, pensando. Por primera vez, sentía miedo. Un miedo diferente, claro está. Miedo de ser asesinado.



El Precio De Un AsesinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora