Capítulo treinta y cinco.

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Si las miradas matasen, Jesús se habría encargado de que Alfonso ya no viviese para contarlo, y yo le habría apoyado.

Paseó la vista por la sala, durante unos segundos que se me antojaron eternos, y, sabía que, tanto mis amigos como yo, nos preguntábamos por qué no se habría ido con Bea sin pensárselo.

Ella le atraía, seguro. Era la apuesta más fácil, y más lógica.

Pero así de complicado es Jesús Oviedo.

Yo incluso empezaba a sentirme mal por Bea.
No me gustaba, y es cierto que su presencia me molestaba, pero le gustaba Jesús, y él se estaba comportando como un auténtico gilipollas.
No se entendía ni él.

Incluso Dani, que conocía a su hermano casi mejor que a sí mismo, le miró con el ceño fruncido, como si no comprendiese lo que estaba pasando.

De repente, Jesús clavó su vista en mí, y, cuando me di cuenta de que no tenía intenciones de apartarla, miré dudosa a mi alrededor.

Todos tenían los ojos como platos, y miraban la escena expectantes, pendientes de cuál sería el siguiente movimiento del gemelo asqueroso.

Y yo no era menos.

¿Qué estaba haciendo?

Un instante después, cerró los ojos, suspiró levemente, y se levantó con pesar.

Bea ni se molestó en mirarle, tenía los ojos perdidos en algún punto de los cordones de sus zapatillas, como si en ese momento fuesen la cosa más interesante del mundo.

- ¿Vienes?. - preguntó Jesús con gesto serio, después de haberse parado frente a mí.

Esto no podía estar pasando.

Recorrí su figura lentamente con mis ojos, empezando por sus pies, que estaban solo a unos centímetros de mi cuerpo, y, cuando llegué a su cara, pude cerciorarme de que me lo decía a mí.

La tensión podía cortarse con cuchillo, sentía los ojos de todo el mundo clavados sobre nosotros, y me estaba costando reaccionar.

Volví a centrar mi mirada en sus ojos, y creí ver un atisbo de inseguridad.

Esto tampoco estaba siendo divertido para él.

Levantó las cejas como volviendo a preguntarme en silencio, y, con cuidado, me puse de pie, y seguí sus pasos hacia la habitación de Laura, oyendo como todos comenzaban a susurrar a nuestras espaldas.

Cuando llegamos, me dejó pasar, y cerró la puerta tras nosotros.

Me senté en la silla del escritorio de Laura, con los brazos y las piernas cruzadas, mirándole inquisitivamente.

Él se quedó frente a mí - también con los brazos cruzados, apoyado en la cama - y me devolvió la mirada.

Yo estaba enfadada.

Mi cerebro insistía en que todo esto solo podía ser una broma, y no tenía ninguna gracia.

- ¿Qué?. - Preguntó, cuando vio que no tenía intención de decirle nada.

«Acércate porque te odio.» - Jesús y Tú - GemeliersOù les histoires vivent. Découvrez maintenant