2 - Las Reglas del Traficante

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El Gordo conduce la camioneta negra a través del camino de tierra que nos lleva al pueblo que está a cinco kilómetros de la mansión de Ben Across. Solía ser un lugar tranquilo, ideal para el hogar de un traficante que quisiera separarse del resto del mundo. Claro, aquello mucho antes de que el holocausto zombie alcanzara la localidad. Es la primera vez que salgo de la mansión en seis semanas y bajo el cielo de nubes grises, se pueden ver los cadáveres en descomposición mezclados entre humanos y zombies; es difícil saberlo con el polvo que levanta el vehículo obstaculizando la visión.

Voy en el asiento de atrás, al lado de otro secuaz de Ben Across y justo a las espaldas del traficante. En la carrocería viajan otros dos hombres cuidando nuestros costados y retaguardia con pequeñas ametralladoras semi automáticas. También vigilan a la carnada que llora desconsolada. Pobre muchacho, el único error que ha cometido es decir en el primer censo que en su anterior vida no estudiaba ninguna carrera pues acababa de salir de la escuela.

Esbozo una ligera sonrisa. Y pensar que lo usaremos por si los zombies anormales nos caen encima mientras buscamos mis productos cosméticos en el supermercado para poder juntar una solución de formaldehido. La carnada de hoy no tendrá tanta suerte, me temo, la substancia no será usada en él, sino en la próxima víctima.

Entramos por fin al pueblo que es más bien como una pequeña ciudad en donde los edificios no son de más de tres pisos en el mejor de los casos. El hedor putrefacto de los hinchados cadáveres humanos en descomposición se desliza a través de las comisuras de las puertas de la camioneta, a pesar de que tenemos las ventanas cerradas. No puedo evitar toser y, llevado por la vergüenza, trato de taparme la nariz con la manga de mi saco. Me golpeo tontamente la cara cuando el auto pasa por encima de algún obstáculo y sacude a todos los pasajeros.

El hombre de dientes podridos y rostro angulado que está a mi lado, ríe a carcajadas al verme, yo solo lo ignoro. Estoy más atento a mi corazón que comienza a latir con apresurada anormalidad cuando el vehículo va deteniéndose justo al centro de la calle, cerca de un cúmulo de cadáveres apilados de mala gana que según el Gordo, es un punto de control que ellos mismos hicieron. Si nos mantenemos ahí, los zombies confundirán nuestros olores con los de los muertos aunque eso no garantiza que no nos ataquen. No funciona contra los anormales.

—A partir de aquí, procedemos a pie —explica Ben Across—. No queremos llamar la atención de esos adefesios con el motor de la camioneta.

—Sal, profesor —me indica el Gordo.

Yo titubeo un momento y siento un estremecimiento, hasta que el "dientes podridos" me empuja con el cañón de su ametralladora semi-automática.

—Vamos, profesor, no seas cobarde —me espeta de forma burlesca y con la otra mano me arroja un barbijo sucio.

No tengo otra opción más que obedecer, así que abro la puerta cuyo seguro acaba de saltar automáticamente por acción del Gordo. Algo inseguro, salgo por fin del coche pero el hedor de carne putrefacta perfora mis fosas nasales y llega hasta mi garganta, provocándome evidentes arcadas. Ben Across y sus secuaces se ríen de mí, pues ellos llevan máscaras de oxígeno mucho más efectivas que un maldito barbijo de tela raída por alguna rata. Hijos de puta.

Bueno, al menos tengo más suerte que el pobre chico carnada, a él no le han dado ni un barbijo y empujan su flacucho cuerpo sin cuidado alguno a través de los caminos, sin importar que está devolviendo los fideos caducos que comió hace una hora y media.

No logro acostumbrarme al olor, pero el salir de la camioneta, me da una visión más clara del pueblo que algún día fue mi hogar, aun a pesar de la niebla que se mueve plácida con la brisa. Las pequeñas tiendas están todas destruidas, las veredas llenas de cadáveres y el cemento rajado por el caos de autos volcados que explotaron cuando la mayoría de los pobladores entraron en pánico y trataron de escapar.

CarnadaWhere stories live. Discover now