✨Capítulo 8✨

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Londres, Inglaterra.

El frío calaba los huesos y los dos suéteres que protegían a su hermana —incluso el suyo— no bastaban para que cesaran los temblores de su menudo cuerpo.

No había reparado en lo que podrían pasar lejos de casa. Pero tampoco planeaba regresar a ese infierno, cualquier lugar era mejor a esas paredes llenas de temor. En la banca donde estaban sentados abrazaba a su pequeña hermana. El cielo tronó y comprendió que llegaría una tormenta, tenía que proteger a Rebs.

Se levantó y tomó su manita. Su hermana se pegó a su cuerpo cuando comenzaron a caminar sobre la acera de una calle solitaria. Tenía miedo, mucho miedo. ¿A dónde podrían ir ahora? ¿Deberían regresar? Pero su instinto le ordenaba una negativa, no podían regresar con esa bestia.

Las gotas frías de la lluvia comenzaron a empaparlos sin remedio y el niño creyó haber perdido la noción del tiempo mientras daban una caminata sin rumbo fijo. Los negocios comenzaron a cerrar, la noche ya se cernía sobre ellos. Londres en una noche fría no resultaba tan agradable.

Justo cuando Allen comenzaba a querer llorar por la desesperación, vio a unos cuatro metros a una anciana que cargaba con bolsas pesadas sobre sus hombros. Las había dejado en el suelo para sacar algo de la bolsa de su vieja chaqueta.

Apretó la mano de su hermana y caminó hacia la anciana, ella los podría ayudar, o al menos podría darles un abrigo. No podría resistir más la helada y su hermana ya comenzaba a ponerse débil, ya casi no podía caminar.

—Señora, ¿me podría...? —Sus dientes castañeteaban, chocaban unos con otros y le impedían casi el habla.

La anciana —con cabellos recortados en dirección a todas partes, trapos sucios con orificios como vestimenta y ojos de cielo— los miró con desconcierto y la compasión atravesó su rostro.

—Niños... ¿qué hacen solos en esta tormenta? —preguntó la vieja con voz rasposa antes de tomar las bolsas que había dejado en el suelo y meterlas a su vivienda, con un gesto los invitó a pasar antes que ella y los niños no lo pensaron dos veces. El frío allá afuera era de muerte.

—No tenemos dónde ir, mi hermana y yo estamos solos... —susurró Allen mientras aún apretaba la mano de su hermana Rebecca.

La anciana encendió las luces —apenas tenues— y una casa repleta de fotografías antiguas en las paredes los recibió: un lugar que respiraba nostalgia con tantos recuerdos colgados. Era muy pequeña, en su totalidad, eran dos simples cuartos. La anciana vestía una vieja chaqueta y una gran falda verde; además, tenía muchos collares diferentes que colgaban de su cuello. Sus ojos claros como el cielo los escrutó.

—¿Y sus padres? ¿De dónde vienen? —les preguntó antes de tirar de un abrigo que colgaba de un perchero al lado de la puerta para dárselo a la pequeña.

Rebs se apretó al costado de su hermano y miró a la anciana con temor. La anciana le sonrió a Rebecca y ella terminó por aceptar el abrigo. De inmediato se lo puso, aunque de nuevo volvió a sujetar la mano de su hermano con fuerza.

—Nos fuimos de nuestra casa...

—¿Cómo? ¿No están perdidos? —La anciana caminó hacia una pequeña mesa de ese pequeño cuarto donde tomó asiento en una silla de madera.

Les señaló un viejo sofá gris, que despedía un olor a cigarrillo. Allen arrugó la nariz, aunque los dos se dejaron caer sobre el mullido asiento.

—No, los dos nos escapamos... Ya no... Ya no podíamos seguir viviendo allí... —respondió Allen y sintió las lágrimas amontonándose en sus pestañas. La anciana sonrió, de una manera maternal y melancólica.

—¿Qué pasó para que hicieran eso? Niños de su edad no deberían querer escapar de su casa.

Un nudo se formó en su garganta al recordar todos los instantes de sufrimiento, cada grito, cada golpe, cada lágrima. Allen se estremeció y su hermana se encogió a su costado, ella apretaba los ojos con fuerza.

—Mi padrastro siempre nos pegaba, todos los días... Y me daba mucho miedo, mucho miedo, por eso mi hermana y yo nos fuimos. No queremos regresar, por favor, no nos regrese... —rogó Allen con la voz crispada.

—¿Cuántos años tienen? En la calle hay mucho peligro, es muy riesgoso lo que hicieron, casi se mueren del frío.

—Tengo ocho y ella seis... Pero no sé qué hacer, solo no quiero regresar. Por favor... —Las lágrimas se desbordaron de sus mejillas.

La anciana tomó un par de tazas y sirvió un líquido caliente en cada una de ellas. El estómago de Allen rugió, tenía mucha hambre. La anciana le dio una taza a cada uno y rápido los niños se la llevaron a los labios, dieron un sorbo a la leche, y luego otro más largo.

—No sé qué puedo hacer con ustedes, mi vida es muy difícil, apenas y me alcanza para mí, solo soy una vieja ya casi fuera de tiempo...

—¿No vive con nadie? ¿No tiene familia?

La anciana tosió antes de dar un sorbo a su taza. El sonido era carrasposo y seco, como si una máquina descompuesta produjera el ruido.

—Soy viuda, mi esposo murió hace mucho tiempo y también mis dos pequeños hijos, como ustedes... Apenas eran unos niños cuando tuvieron ese accidente...

La mirada de la anciana era terriblemente triste y su voz era distante. Allen sintió algo removerse en su interior.

—¿Y nosotros no nos podemos quedar con usted? Está sola y nosotros también... Podríamos ser una familia... —propuso Allen con una alegría repentina.

Incluso Rebecca formó una sonrisa en sus labios, con la taza bien sujeta en sus manos. Sí, podrían ser una familia, como las familias de los niños de la escuela. Quería reír, saltar, lo que fuera. Sería un sueño hecho realidad.

—Pero ya estoy muy vieja, niños... ¿Qué será de ustedes cuando yo muera?

Allen negó con la cabeza y juntó las manos.

—Por favor, por favor. Déjenos ser su familia, vamos a ser unos niños muy buenos, se lo prometo. Le vamos a ayudar en todo y yo voy a trabajar para traer dinero.

La idea que se formó en su mente era fascinante, tan solo imaginar el futuro le hacía sonreír; el profesor de su antigua escuela siempre decía que tenían que trabajar para tener dinero y comprar cosas, él lo haría, y así tendría mucho, mucho dinero. La anciana cerró los ojos y después los abrió con una nueva esperanza en ellos.

—Me recuerdan tanto a mis hijos que no podría negarme... Tal vez esta es la forma de la vida en premiarme por tanta soledad. Seremos una familia, niños. Los adoptaré hasta mi último día.

Allen saltó del sofá y esbozó una gran sonrisa. Tuvo que dejar la taza de leche sobre la mesa para no ensuciar el suelo y se acercó a la anciana.

—¡Gracias! Señora...

—Sarah, y ustedes...

—Allen y Rebecca.

La anciana se levantó y le extendió los brazos. La niña también se levantó y los tres se dieron un abrazo cálido y reconfortante. Un tipo de abrazo que Allen antes solo había compartido con su hermana.

Los dos niños se miraron con esperanza bajo el abrazo de la anciana. En ese instante le habían devuelto lo que esa anciana creía haber perdido hacía mucho tiempo.

Realmente se lo habían devuelto.

Porque ese fue el comienzo de su nueva familia, como siempre la había imaginado en todos sus sueños.


***

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