✨Capítulo 10✨

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Londres, Inglaterra.

Había mucha gente.

Puestos de comida por todos lados, niños que corrían por doquier, sonoras carcajadas y olores pestilentes. Todo era casi un alboroto, aunque ya comenzaba a despejarse gracias a la inminente lluvia que se anunciaba con los truenos del cielo.

Allen guardó el dinero en el bolsillo trasero de su pantalón y tembló de frío, había olvidado su chaqueta, se la había dado a Rebecca para que tuviera doble protección. Exhaló aliento en las palmas de sus manos.

Después de despedirse del señor de los periódicos y de Hunter —el niño que había conocido en el mercado—, comenzó a correr hacia su casa lo más rápido que sus piernas lo permitían. Ese día, exactamente, era su cumpleaños número once; tan rápido habían pasado tres años desde que la abuela Sarah había entrado en sus vidas... La vida con la abuela había sido tan agradable que los nuevos recuerdos casi borraban las memorias del pasado.

El niño suspiró de alivio cuando llegó a la puerta de la casa. Con la llave que disponía pudo abrir la puerta sin problemas. Esperaba encontrar a su hermana, pero no estaba.

—¿Rebs? ¿Sarah? —llamó, pero en los dos cuartos de la vivienda no había nadie.

Se llevó las manos a la cadera.

Frunció el ceño preocupado al mismo tiempo que miró el reloj que colgaba sobre la cabecera de la cama. Ya debería haber llegado su hermana, aunque tal vez la lluvia la había retrasado, trató de pensar.

Entonces escuchó risas provenientes del exterior, miró cómo la puerta se abrió y ante sus ojos aparecieron la abuela y su hermana con bolsas y demás encargos.

—Ya llegaste, niño. Tienes frío, ¿verdad? —preguntó la abuela antes de dejar las cosas sobre la mesa—. Prepararé un chocolate caliente.

—¡Sí! Yo quiero —chilló Rebecca con emoción.

—Uh, sí. —Allen tomó asiento al lado de su hermana.

—¿Otra vez vendiste todo?

El muchachito sacó el dinero que recaudó con una sonrisa de triunfo. Siempre vendía todo, era el más rápido de los tres.

—¿Ahora sí nos alcanzará para unos tenis nuevos? —preguntó con clara emoción.

Rebecca comenzó a tomar su taza de chocolate caliente a pequeños sorbos mientras jugaba con uno de sus muñecos de plástico.

—Aún es demasiado pronto; pero, de seguir así, pronto los tendrás —dijo la abuela con una sonrisa, a la vez que se sentaba junto a ellos.

—¿Y yo? Mis zapatos ya casi no me quedan, creo que mis pies están creciendo demasiado rápido. No quiero tenerlos como los payasos —intervino su hermana con un matiz de preocupación.

Allen rio entre dientes.

—Es porque estás creciendo, pero no llegarás a tenerlos como un payaso. Y no te preocupes, que pronto tendrás zapatos nuevos —comentó Allen.

Era capaz de dar todo por su hermana.

¿Qué no daría por ella?

—Los dos los tendrán, no ahora, pero muy pronto. ¿De acuerdo? —intervino la anciana.

Los hermanos asintieron con alegría.

—¡Oh! Lo olvidaba, hoy es tu cumpleaños, Allen. Te tengo algo especial. —La abuela Sarah se levantó y entró al cuarto contiguo a sacar alguna cosa de allí.

Allen espió por encima de su hombro lo que hacía, pero la gran espalda de la anciana no le permitía ver. Ansioso, esperó en su asiento hasta su llegada.

Pocos segundos después, la abuela regresó con una sonrisa en los arrugados labios y le tendió un fino colgante, era plateado y tenía un dije de un pequeño sol. Allen abrió los ojos como platos, sin poder asimilarlo. Jamás le habían regalado nada como aquello.

—¿Me regalas esto de verdad? —preguntó antes de tomar el colgante con su mano izquierda. Lo alzó en vilo para poder apreciarlo mejor.

—Perteneció a mi bisabuelo, Gerard, de ahí pasó a los varones de generación en generación, y el último en llevarlo fue mi hijo... Tú te has convertido en otro hijo más, Allen, y por eso quiero que lleves ese colgante.

El niño asintió y sin poder contenerse se levantó para abrazar a la abuela. Esa anciana no era su madre, mucho menos llevaban la misma sangre, pero era lo más parecido a una familia que poseía. Y eso le bastaba.

—¡Gracias! Siempre lo llevaré, jamás me lo quitaré. ¡Lo prometo!

—El sol simboliza la luz de la vida, Allen. —Su mirada nostálgica se llenó de esperanza mientras lo abrazaba aún con más fuerza—. Por más dolorosa y oscura que sea tu vida, nunca pierdas la esperanza de encontrar el sol que iluminará tus días. Y cuando lo encuentres, jamás lo pierdas.

El niño sonrió con calidez.

—¿Nosotros somos tu sol?

—Mi corazón dice que sí, ustedes ahora son el sol de mi vida —respondió la anciana con una sonrisa, que fue más bien una mueca un poco desubicada.

Allen se separó de ella y volvió a sentarse sin dejar de ver maravillado y entusiasmado ese brillante colgante, incluso su hermana lo miraba con más atención que a su muñeco de plástico.

La abuela se levantó de la mesa y, antes de llegar a la barra de la cocina, cayó al suelo, desvanecida. El golpe los sobresaltó por un segundo a él y a su hermana y entonces corrieron hacia ella con el corazón revolucionado.

La anciana yacía en el suelo, inerte, inmóvil.

—¡Abuela! —gritó Rebecca mientras sacudía su cuerpo—. ¡Despierta!

Con las lágrimas que salían sin control de sus ojos, Allen acercó el oído a su corazón y presionó con sus dedos la vena de su cuello, justo como se lo había enseñado el señor de los periódicos para saber si una persona tenía vida o no.

Un quejido de dolor se expulsó de su garganta al comprobar que ese cuerpo ya no tenía pulso, y por consecuencia, ya no tenía vida. Con los labios temblorosos y las lágrimas ardientes en su rostro, Allen miró a su hermana.

—Rebs, la abuela está muerta —sollozó antes de abrazarla.


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