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5. Una nueva amistad

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Amigos

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Amigos...

Desde el día en que firmé el contrato de Sam, esa palabra no para de repetirse en mi cabeza. Al principio fingí disgusto, incluso rechazo, ante la idea de tener un nuevo amigo. Pero en el fondo me hace un poco feliz.

Sam no me volvió a preguntar por qué estaba encerrada en el aula ni quién me había abofeteado. Antes y después de clases, se convirtió en costumbre pasarme por la cafetería para charlar con el camarero; hablábamos del frío que hacía en noviembre, de los enfados del profesor Perkins, y de los trabajos que debía entregar cada semana. También descubrí inesperados aspectos de Sam, como su alergia a los frutos secos, o su interés por los coches ingleses antiguos. Aunque fueran conversaciones triviales, esos momentos se volvieron especiales para mí.

En el primer día de diciembre estamos a ocho grados. Enfundada en un plumífero y gorro de lana blancos, me apresuro a entrar en la cafetería y a apoyar mis manos enrojecidas en el primer radiador que encuentro. Le sonrío a Sam, el cual ya no tiene ni que preguntarme si quiero un café. A medida que mis dedos recuperan su temperatura tibia, me fijo en el espumillón y luces navideñas que decoran la barra.

Tomo un sorbo del café y lo saboreo lentamente. Está tan rico que ni me doy cuenta de la mirada expectante de Sam.

—¿Has puesto tú la decoración? —pregunto todavía abstraída en mi delicioso café. Sam asiente, aunque le cede todo el mérito a su jefe por sugerir la idea. Tony es un hombre jamaicano de cuarenta años, y un chef excelente. Le he visto salir de la cocina alguna vez, y aunque no es tan alto como Sam, es más ancho y musculoso; su cabello negro está trenzado en pequeñas rastas, y recogido en una coleta. Da la impresión de ser muy serio en su trabajo, por lo que me sorprende que haya sido él quien tuviera la iniciativa en colgar bolas de colorines por la cafetería.

Cuando un chico de primer curso viene hasta la barra a pagar por su desayuno, Sam le hace saber que se queda corto por media libra. El estudiante se disculpa aterrorizado y, tras prometerle pagar el resto mañana, sale despavorido hacia el vestíbulo.

Me río discretamente por la confusión de Sam, ya que sigue sin entender por qué alguna gente le tiene tanto miedo. Cuanto más tiempo pasa, estoy más segura de que el camarero no es ni de lejos la persona agresiva que los rumores pintan.

—¿Te acuerdas de lo que te pregunté la primera vez que hablamos? —inquiero con la mirada distraída mientras remuevo mi café, esperando a que se enfríe. A pesar de que no creo que Sam sea una persona violenta, eso no quita que desconozca su pasado, en el que pudo haber tomado malas decisiones que le llevaron a la cárcel.

Sam solo levanta una ceja ante mi cuestión a la vez que sigue concentrado en quitarle una mancha a una copa. Cuando por fin lo consigue, me mira apoyando los codos en la barra.

—¿Cómo olvidarlo? —dice finalmente.

—Los rumores no son ciertos... ¿verdad?

—¿Tú que crees? —pregunta mirándome de reojo.

El café de todas las mañanasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora