Si te pagan con una moneda

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Henry era un hombre corriente, le gustaba su trabajo de contable y se conformaba con el sueldo que tenía, pero su esposa Annie era una mujer avariciosa, trabajaba en la misma empresa pero en un departamento diferente. 
La existencia de Henry transcurría monótona, de casa al trabajo y del trabajo a casa, pero él era feliz con su vida gris. No se podía decir lo mismo de Annie, que siempre había pensado que se merecía algo más. Al principio había creído que Henry era como ella y por eso se había casado con él, pero Henry, en el fondo, era un hombre simple y no tenía ninguna intención de pelear y de escalar puestos en la empresa. Para Annie aquello era poco menos que una humillación, y cada vez que veía a Henry sonriendo con cara de idiota y masticando su estúpida sopa de fideos con ajos, explicándole lo importante que era su trabajo de contable para la empresa, sentía repugnancia. 
Un día, Henry se fue a trabajar a la oficina y se encontró con su esposa allí, que lo estaba esperando junto al escritorio de su despacho:
-¿Qué haces tu aquí? –preguntó él, desconcertado, manteniendo su estúpida y permanente sonrisa. Por un momento Annie sintió asco y lo miró con ganas de vomitar: 
-Ahora trabajo aquí, soy la nueva directora general. Ah, y por cierto, estás despedido -dijo con una placentera sensación, como si estuviese, por fin, acabando con una alimaña, con un despreciable despojo humano. 
-¿¡Qué!? –exclamo Henry, pensando que era una broma, no podía dejar de ser tan inocente– ¡No! ¿De qué estás hablando? -por un segundo su inamovible sonrisa desapareció de su rostro.
Annie hizo caso omiso de sus palabras y mandó a los vigilantes de seguridad que lo echaran de ahí a patadas. Solo entonces, Henry se dio cuenta de que no era ninguna broma. Los guardias lo arrastraron hacia la salida entre gritos de suplica:
-¡Por favor! ¡No me puedes hacer esto a mí, Annie! ¡El trabajo es lo único que tengo¡ -"ni siquiera al final puedes tener un poco más de dignidad", pensó Annie, que le miraba con indiferencia, mientras desaparecía por el largo pasillo. 
Ella, obviamente se divorció de él, pero lo que no le dijo es que una semana antes le había tocado una fortuna en la lotería nacional y había comprado el 30 por ciento de las acciones de la compañía, lo que le había permitido ascender al cargo de directora general.
A partir de entonces, la vida de Henry fue una autentica ruina... Por su parte, Annie disfrutaba de su nueva vida.

* * * 

Casi un mes más tarde, Henry estaba sentado al borde de su cama con la mirada perdida en la pared. Había alquilado un piso por unos días, no tenía suficiente dinero como para quedárselo más tiempo. Entonces se acordó. Annie le había comentado que el día 25 del mes siguiente tenía cita con su médico, en la clínica privada Renacimiento: tenía una operación de cirugía estética. Todavía faltaba un mes y ya habían pasado dos desde que su esposa le arruinase la existencia, así que maquinó un plan.
Finalmente, y como Henry tanto deseaba, llegó el día en el que Annie acudiría a la clínica, había pensado en ponerse los pechos un poco más grandes, lo tenía pensado incluso desde antes de terminar con Henry (esa no era su primera operación, su marido ya le había pagado varias liposucciones, antes de que ella empezase a trabajar en la empresa).

En cuanto Annie llegó a la clínica, se dirigió a la sala del quirófano y al entrar se encontró con un médico muy raro. Cuando se sentó en la camilla, el médico cerró la puerta y se quitó la mascarilla. Annie se dio cuenta horrorizada de que era su ex marido:
-¡No!, ¿Qué haces tú aquí? -preguntó con desconcierto.
-Pues ahora yo trabajo aquí, Annie -la mascarilla le colgaba de las orejas bajo la barbilla.
Annie ladeó unos centímetros la cabeza hacia un lado y vio al cirujano y a la enfermera degollados en una esquina de la sala. Entonces Henry se abalanzó sobre ella con una jeringuilla en la mano. Annie no tuvo tiempo de reaccionar y este la durmió con una inyección de anestesia. 
Cuando despertó, notó que estaba atada a una camilla en la fría sala del quirófano. Henry se dio la vuelta con un pequeño y resplandeciente bisturí en la mano:
-Acabas de presentarte voluntaria para donar tus órganos, Annie...
-¡No!, ¡No! ¡Por favor Henry, no me hagas esto...! –suplicó Annie, casi sin aliento. 
-No te preocupes, no sentirás nada... más que dolor –dijo, Henry esbozando aquella sonrisa de idiota que a ella siempre le había repugnado.

leyendas de terrorWhere stories live. Discover now