Capítulo doce.

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Los números rojos brillantes del reloj cambiaron de las 11:59 a las 12:00. Traté contar hacia atrás desde cien. Incluso hice eso de contar las ovejitas.

—Olvídalo —dije en voz alta.

Probablemente debería dejar pasar el tema. Dave era un imbécil; se lo tenía merecido por hacerle bullying a Richie. Pero aun así. Si no hubiera sido por nosotros, él no estaría en el hospital con un brazo y una pierna rota y lo que fuera que hiciese para conseguir tres costillas rotas.

Puse mis pies en el suelo. Un par de ojos inyectados en sangre me miraron de vuelta en el espejo. Recordé haber leído que algunas de las mejores modelos mundiales se untaban alrededor de sus ojos privados de sueño crema de hemorroides para reducir la hinchazón. ¿Tiffany Miller se habría puesto la Preparación H después de alguna salida nocturna?

La imagen ocupó lugar en mi mente por veinte segundos antes de que mis pensamientos saltaran de nuevo a Lawrence. Él había encontrado la excusa perfecta para pulverizar a un enemigo.

Pero la excusa provenía de nosotros. No, de mí. Fue mi idea. Si no hubiese sido por mí, Dave estaría en su casa ahora mismo. Seguiría siendo un gilipollas, pero un gilipollas no herido.

Tenía que hablar con Justin. La Liga no tenía que ser así —solo nos necesitábamos los unos a los otros para ser amigos, no ninguna misión de venganza. Sabía que Justin lo entendería si le decía cuánto había empezado a afectarme.

Me puse una sudadera encima de mi camiseta de pijama, me puse algo de gloss y me puse algo de menta en la boca antes de bajar las escaleras.

El Acura estaba en el mecánico así que busqué a través del maquillaje, cupones y cambio perdido en el bolso de mamá hasta que la encontré: la llave del minivan. Afuera miré al carport y consideré coger mi bicicleta. Durante tan solo un milisegundo. Definitivamente, era más seguro conducir un coche que montar en bicicleta en la oscuridad. Perdonad, mamá y papá —esta era una norma que debía romper.

El coche se puso en marcha, sonando un CD de Ella Fitzgerald y Louis Armstrong. Yo lo quité e inserté el CD más guay que pude encontrar cerca: Prince. Eso era lo más moderno que mi madre tenía.

Mientras salía de la entrada, el coche osciló en la acera. Hasta que no pasé una milla o dos* no me sentí cómoda en el acelerador del automóvil gigante de nuestra familia.

*una milla o dos son de 1,61 km a 3,22 km aproximadamente.

Pisé el acelerador, mirando cómo aumentaba el velocímetro. Ni siquiera me di cuenta del coche patrulla hasta que sus luces azules y rojas se reflejaron en el espejo del retrovisor. Yo paré abruptamente sin pensarlo. Por fortuna, el coche pasó de largo, de camino a algo más importante.

Aparqué en un hueco enfrente del apartamento de Justin como signo de Dios, agradecida de que nadie estuviera despierto para ver mis patéticos intentos de aparcar en paralelo. Al final, el culo gordo del minivan se quedó en medio de la calle, pero estaba suficientemente bien para ser la una de la mañana.

Antes de poderme echar atrás, corrí al edificio y piqué al apartamento número 7. La llamada fue respuesta con un click en la puerta de entrada.

Cuatro pisos arriba, la puerta de Justin estaba abierta de par en par.

—¿Hola? —dije.

Su voz salió de una habitación en la oscuridad.

—Hola, Ari.

Cuando mis ojos se ajustaron, lo vi sentado en el suelo al lado de una estantería de libros, una luz de vela alumbrando su cara. Me hizo un gesto para que lo acompañara.

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