Dos

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Sus miradas conectaron, estudiándose en completo silencio y, algo muy extraño despertó en ambos. Pero que enseguida se apagó, cuando ella vomitó.

«Dios que bochorno», se dijo a sí misma.

Se quedó sorprendida al sentir la extraña textura de las grandes y enguantadas manos de ese hombre apartarle los mechones de cabello que le sobresalía del peinado —ahora despeinado—.

—Distinguida dama —murmuró en su espalda—. Veo que usted no se encuentra en su mejor estado. Le ruego me permita llevarla a su hogar.

Es que no era nada más su voz. Absolutamente todo de ese hombre emanaba seguridad, clase o prestigio. Y por Dios santo, olía a chocolate, y ella amaba ese dulce en particular.

¿Quién huele a chocolate? Nadie, ni las más descabelladas colonias. Por lo general todos los hombres que conocía, olían a colonias caras. ¿Por qué él no? ¿Por qué no podía oler a perro muerto o sardina vencida? Ni siquiera John, su ahora ex, le olía así tan delicioso. Se le aguaba la boca.

Maia no se podía creer lo que tenía en frente, detrás, o a un lado en ese momento. Ese hombre parecía sacado de las películas de los años catapún o de una revista de empresarios. Mínimo de la GQ.

Por los clavos de Cristo, solo hace falta verlo de reojo para darse cuenta que ese hombre era multimillonario, de familia tiquismiquis... porque nada más faltaba ver sus gestos naturales, como el cruzar de brazos delante de su vientre, su postura rígida y tensa... Todo su porte hablaba por él... sin contar ese léxico tan... tan... nutrido. Sin titubear. Él no la observaba de mala manera; percibió que su semblante era serio y formal, sintió que era un hombre buscando ayudarla. A ella.

Y es que él no se explicaba tampoco qué era lo que hacía ahí todavía. En un momento determinado buscó a Francesco con la mirada pidiendo ayuda, pero su chofer y buen amigo se encogió de hombros ignorándolo por completo, dándose media vuelta con la silenciosa excusa de velar por la seguridad de su jefe y su ahora compañía. Por el rabillo del ojo lo observó esconder una sonrisa, cosa que hizo que Ian se tragara todas las ganas que tenía de decirle unas cuantas groserías.

Ahora sí estaba más que confirmado que ella sentía un poco de vergüenza al mostrarse así. Sobre todo, al limpiarse la boca con el dorso de la mano antes de ponerse de nuevo en pie.

Se sentía desnuda, vulnerable.

Sorbió por la nariz y la arrugó al instante que una arcada volvió a hacerse presente, pero la aguantó como toda una mujer valiente. Negó efusivamente con la cabeza.

¡Error garrafal!

El mareo se apoderó de ella nuevamente, amenazándola con botar todo lo que había ingerido en el día. Se aferró con fuerza de aquellos musculosos brazos de aquel desconocido que, cuando vio que se le ensuciaba la chaqueta, frunció el ceño alzando la mirada preocupada —Su traje Dolce & Gabbanna estaba arruinado—.

—No se preocupe. Estoy bien, caballero —dijo intentando separarse—. No tengo lugar dónde llegar, tampoco busco uno.

Se abrazó a sí misma, de repente sintiendo todo el frío que no había sentido.

Pasó de sentirse vulnerable a patética en un dos por tres. Ella nunca fue una mujer así, siempre vestía de punta en blanco y tenía buenos gustos. No salía de su casa sin bañarse o planchar arrugas inexistentes de sus conjuntos. No era multimillonaria, para nada. Maia era una mujer de clase media. De vez en cuando se daba sus gusticos en peluquería, se arreglaba las uñas y trataba de andar modernísima.

A sus treinta y tres no se sentía una jovencita, pero tampoco un vejestorio. Su estilo era formal y simpático. Adecuado.

Mientras que él. Bueno, él era otra cosa. Sus trajes iguales, camisas blancas, negras y grises, esmoquin siguiendo la misma paleta. Las corbatas eran otro hablar, solo negras. La única variedad entre ellas era la pajarita, pero seguía conservando el color.

GlissandoTeWhere stories live. Discover now