Catorce

2.7K 249 110
                                    

Una vez llamaron al pianista a tocar, ella sintió orgullo. Verlo ahí, en su elemento, la llenó de dicha y felicidad. Algo que sola no sentía, y que inexplicablemente, al lado del pianista sí. Maia se transportó a un espacio aparte, con él. Como si fuesen dueños de un plano astral, donde todo se volvía borroso, menos Ian y su piano.

Cada nota le llenaba el pecho, la melodía la hacía sentir que él tocaba su alma; todas las armonías que acariciaba, le transmitía el equilibrio que ella tanto anhelaba, albergando paz a su corazón. Los acordes despertaban en ella una ansiedad casi enigmática y pasiones desconocidas.

Maia se imaginó por un momento, al pianista glissando su cuerpo, con sus largos dedos, como a las blancas y negras de su amado instrumento, que rozaba su piel con parsimonia y necesidad, seduciéndola con el café de su mirada. Añoraba que reconstruyera su espíritu junto a él, hasta volverse uno y renacer de las cenizas.

Cuando habló y le dedicó la canción que ella cantó el día que se conocieron, fue inexplicable la dicha y el gozo que experimentó. En segundos, el pianista transformó un recuerdo negativo en una vivencia que albergaría en su alma por el resto de su existencia.

Se puso de pie llevando una mano a sus labios. Sus ojos se empañaron con júbilo. En ese instante no existía nadie más que él. La multitud se disipó, convirtiendo ese momento en algo íntimo. Atendió a su preciosa voz, raposa y emotiva, despertando en ella, una vez más, la empatía; convirtiendo esa lírica en suya, de ambos.

No podían apartar las miradas. Ella apreció que él no miraba partituras, no las necesitaba. Estaba segura que yacían tatuadas en su ser. Él, con elegancia, se inclinaba al micrófono y relamía sus labios para cambiar de acordes, subir y bajar la voz en cada estrofa, verso y coro. Siempre admirándola.

«A ella».

A distancia logró sentir las chispas que surgían en ella cada vez que se tocaban, creando un momento mágico.

Una vez concluyó, unos segundos en completo silencio hizo eco en el lugar; hasta que el de la nada estalló en aplausos, intercalando miradas entre él y ella. Todos les sonreían, les miraban y felicitaban; sin embargo, nada de eso importaba, ellos aún no podían apartar la mirada del otro. Ella no podía dejar de sonreírle y él de vuelta.

Era difícil explicar lo que entre ellos crecía. Quizás, no necesitaba definición.

A veces sobran palabras cuando el amor florece.

Maia boqueó, con una necesidad extenuante de llegar a él y besarlo nuevamente. Lo deseaba con unas fuerzas tan incontrolables, que sobrepasaban su cordura. Ansiaba llegar a él, agradecerle y fundirse en él.

Ella quería tanto.

Una vez apagados los aplausos, sin dejar de mirarla, él agradeció a su público continuando con sus piezas. Pero ella no podía sentarse, le necesitaba. Le picaban las manos por tocarle. Añoraba sentir esa corriente eléctrica que sentía como besos susurrados a distancia. Suspiraba profundamente, con su mirada empañada y perdida en su acompañante.

Dicen que cuando dos almas se encuentran, no hay ningún cuerpo que las pueda eclipsar; solo son dos almas que se conectan entre sí. Y eso experimentaba, era mágico, etéreo, puro.

Real.

Para Maia Paterson, Ian Hudson fue el torbellino que revolucionó su mundo en segundos. Marcando un antes y un después; ahora, se cuestionaba su convicciones. El silencio, en ese momento entendió que ese pianista había colisionado su alma y puesto su mundo de cabeza.

«¿Cómo podría ser eso posible? ¿Cómo en días sería capaz de desarrollar esas emociones tan intensas? ¿Sería real poder llamarlo con el pensamiento y conectar sus emociones?».

GlissandoTeUnde poveștirile trăiesc. Descoperă acum