#2: Refugiados

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  Es común que las casas sean desordenadas. Es aún más común que las casas pequeñas donde vive un grupo más numeroso de personas de las que deberían sea algo desastrosa. Es algo totalmente esperable que una casa pequeña que albergaba un grupo numeroso de personas jóvenes se encuentre casi en ruinas. Algo que quizá no es común, es que el área de desastre sea específicamente localizado cual espacio de combate bélico.  

Iba haciéndome a la idea de que esta casa de escasas dimensiones llena de jóvenes iba a ser algo parecido a una resistencia rebelde, pero no me esperaba que el lugar de bombardeos frecuente fuera nada más y nada menos que la aún más diminuta cocina. La misma que el día anterior se había transformado en la copia fiel del Inframundo cuando Iris quiso tostar pan.

Alguien estaba organizando una banda de rock industrial usando la cubertería de la cocina cuando amanecí en el sofá con los pies helados. La modorra se me acumulaba en los párpados, sellándolos como sobres. Busqué a tientas algo bajo lo que refugiar mis pies descubiertos y me sentí terriblemente afortunada cuando hallé una fuente de calor en el rincón del mueble.

  —Los refugiados se multiplican —La única voz masculina, inconfundible, de Christopher me sonó lejana, tapada como estaba con el almohadón. La acompañaba cual soundtrack el molesto sonido de una cucharilla chocando contra los bordes de algún recipiente de porcelana o cerámica. No entendí lo que quiso decir y se lo atribuí al sueño. Rodé sobre mi costado y le pedí con todas mis fuerzas a Morfeo que me llevara de vuelta.

—¿Serán un club? —Comentó otra voz, y esta vez no sabía discernir a la dueña sin verla. Tampoco me importaba demasiado. Ya no había nada que pudiera molestar mi sueño: tenía los pies calentitos y la cara espachurrada contra el respaldo del sofá deformando mis facciones, lista para desfallecer al sueño otra vez.

—Pienso que si no cerramos las ventanas, vendrá uno nuevo cada noche... O ese sería mi plan si fuera parte del club —La tercera voz no me habría hecho ni pestañear si no fuese porque el calor había desaparecido de mis pies. Era como si hubiesen apagado un sol bajo mis talones, se había ido así como así, de la nada.

Me alcé confundida y de golpe, lo que me provocó un mareo digno de un pasajero del Titanic. Los límites de mi campo de visión se llenaron de una explosión de hormiguitas de colores que amenazaban con cerrarse frente a mis pupilas. Sentí que si no me agarraba la frente, mi cerebro encontraría la forma de atravesarla dando giros cual carrusel.

—Tranquila, aquí tenemos a tu amigo... ¿o amiga? 

Dirigí la mirada hacia la mesa redonda de madera detrás de mí. Christopher, Jo y Frankie estaban sentados desayunando, y ésta última cargaba un gato negro en los brazos. Los ojos amarillos estaban clavados en mí.

—¿Mi amigo? —Conseguí articular y oí mi propia voz adormilada hacer eco en la habitación. Me aclaré la garganta, intentando dejar de sonar como si estuviera recién salida de una serie de zombies. Antes de que pudiera articular palabra, alguien me ganó.

—¿De dónde ha salido esa bestia parda? —El comentario fue seguido por una serie de agudos estornudos. Iris había surgido cual invocación de su colchón del suelo, en un estilo similar al despertar de la momia. El sinfín de cabellos anaranjados se alborotaba en la cima de su cabeza.

  —No lo sabemos, pensábamos que las refugiadas tendrían algo que ver... —Jo tapaba su nariz con el pañuelo estampado de flores que llevaba enroscado en el cuello y sólo lo soltaba para rascarse con molestia unas ronchas pequeñas que empezaban a enrojecer sus diminutas manos. 

  Alcé las cejas en señal de inocencia. Mi supuesta cómplice demostraba ser lo suficientemente alérgica como para ser declarada culpable. De todas formas, dos de los cuatro propietarios parecían encantados con el pequeño delito peludo.

ZAGUARWhere stories live. Discover now