Lo que callan los cuervos (I)

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—Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre —sentenció sujetando un crucifijo entre sus manos enredadas por un cordón con cuentas de un rosario que colgaba hasta rozar la intersección del suelo con sus rodillas.

—Santificado sea tu nombre —reafirmó—. Venga a nosotros tu reino. Hágase tu... ¿voluntad? —Se preguntó, y en su mente rebotaba el riff de T.N.T. de los AC/DC, un eco de la canción que se filtraba por el rabillo que quedaba abierto de su ventana. La canción provenía del Pink Neon Club, lo sabía muy bien, aquel club para caballeros donde las mujeres se desvestían lentamente al ritmo del clásico rugir de guitarras distorsionadas y los bombos del reguetón.

La calle José María Pino Suárez, donde se ubicaba su pequeño departamento en un edificio de un color que el sol se había encargado de dejar indescifrable, se convertía cada noche en un lugar todo lo que quieras alejado de la mano de Dios. Abogados, doctores, docentes, se reunían de manera anónima para comprar alcohol adulterado, ver un par de tetas e inhalar cocaína.

Desde las nueve o diez de la noche hasta bien pasada la madrugada, la calle entera se volvía una pasarela de vidas maltrechas y desgracias. Neón rojo, olor a marihuana, navajas en los bolsillos y el bicolor de una patrulla que va por su mordida. Women to the left of me and women to the right, paraíso terrenal.

—Aquí en la tierra, como en el infierno —por un momento se quedó callado. Le costó una serie de largos segundos darse cuenta de su error. Se corrigió mentalmente, como en el cielo, y continuó—: Danos hoy nuestro pan de cada día y perdona nuestras ofrendas...

Ésta vez se dio cuenta de inmediato de su error, pero en vez de enmendarlo, ipso facto pensó: "Antes de que cante el gallo, te negaré tres veces. Mateo veintiséis, treinta y cuatro. Amén". Meditó su lapsus linguae y sin trabajo reconoció que se trataba por el aventón que había realizado apenas un par de horas antes.

Había terminado la misa de seis y conducía por la Río Piaxtla detrás de un camión urbano que se detenía cada doscientos metros para bajar o subir pasaje. Tenía el carril contrario libre para rebasar, pero pocas ganas de llegar a casa. Fue en una de tantas paradas que, desde la acera, una muchacha le propuso un toqueteo a cambio de un aventón.

—Sube —le dijo y quitó el seguro de la puerta del copiloto.

La muchacha llevaba una minifalda verde que se subió dos centímetros al momento que se sentaba, dejando a la luz eléctrica del alumbrado público un par de piernas lisas y morenas. El escote quedaba medio cubierto con una chamarra de piel sintética tan fea como su maquillaje.

—Voy al "Siete".

—Yo también —respondió.

Si bien el destino era el mismo, los motivos eran muy diferentes: él vivía allí y ella iba porque... bueno, porque allá van las muchachas como ella. Bajó el visor para usar el espejo y retocar su labial mientras abría las piernas.

—Adelante —dijo, sin prestar atención—. Sólo no te estrelles.

—No es necesario.

Ella lo miró, se encogió de hombros y sacó el rubor.

Se bajó en una esquina cualquiera de la calle José María Pino Suárez, dándole un beso antes de salir. Él intentó no darle mayor importancia, pero se quedó mirando cómo meneaba el culo a lo largo de la acera. Ella entró en una casita y él no sabía cómo alargar la calle para seguirla viendo. Se acarició la mejilla y luego imaginó su mano acariciando la seda de aquel par de rodillas. De pronto, el pantalón le apretaba del tiro.

Cause I'm T.N.T. I'm dynamite!

—Perdona —continuó—, Dios mío, perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden. No nos dejes caer en tentación y...

T.N.T.! Watch me explode!

Angus no había terminado el requinto cuando él ya estaba abriendo la botella de ron. Dio por concluida su plegaria y arrastró una silla hasta la ventana. Allí se sentó con la brisa y el humo de cigarro golpeándole la cara. Él no fumaba, pero el escozor del humo ardiéndole la nariz le provocaba placer. Asomó la mirada y vio afuera toda aquella podredumbre que resbalaba de boca en boca y de pierna en pierna: muchachos compartiendo un mismo porro de marihuana, muchachas usadas y reusadas en las mismas camas.

Él nunca había probado droga alguna, nunca había sentido atracción por ellas. De las mujeres, ni hablar. No era virgen, había tenido sexo antes de entrar al seminario, pero había hecho un pacto que no estaba dispuesto a romper. En cambio, el aliento de una botella recorriéndole la garganta reconfortaba su malestar. Una gota salvaje escurriendo por su barbilla, como el beso de aquella morena que se meneaba. El delirio del celibato se apaciguaba de dos maneras: en la hipocresía carnal o con vino de consagrar.

El deseo, siempre latente, le rebotaba entre las sienes hasta que la cabeza le retumbaba como el bombo de una batería. Dejó el ron en el buró y apresó en su mano izquierda el crucifijo, con la derecha se acariciaba el pantalón. Las cuentas del rosario se enredaban entre su mano y sus piernas. En su cabeza se meneaba de aquí a allá la morena que le había ofrecido una toqueteada por un aventón.

Por el filo del buró rodaba una gota de alcohol, vestigios del único sustituto para las demandas del corazón. Por sus mejillas caían tres lágrimas solitarias, una por cada vez que San Pedro negó a Jesús. Y entre los dedos, los restos de su inmundicia que lo ataría por siempre al mundo de los hombres.

Al bordeWhere stories live. Discover now