El camino del loco

80 10 11
                                    

Al parecer, ahora es mi turno. Antes que nada, buenas tardes a todos. También a usted, doctor. Quiero felicitar a todos por sus progresos, especialmente a ti, Tomás, que toda esta semana has podido controlar tus impulsos. ¡Buen trabajo! Pues, bien, en esta ocasión les voy a contar la historia de cómo llegué aquí.

Se trata de una historia bastante interesante, por lo que les recomiendo agarrarse bien de su silla, pues, en algunas partes, se vuelve muy intensa. Esta historia se trata de cómo Sigmund Freud arruinó mi vida. No me refiero a mis estudios en psicoanálisis, ni a que mi analista fuera un idiota, sin ofender, doc, no me refiero a usted. En realidad, usted me cae bastante bien y lo sabe. Lo que intento decir es que, literalmente, Freud me arruinó la vida.

Todo empezó un mal día en que pensé que tal vez podría ganarme un par de pesos poniendo a la renta un cuarto que sobraba en mi casa. Era un cuarto que utilizaba de almacén, pero ya había una cama y, poniendo en orden todas mis cosas, podría quedar muy bien. Así lo hice. Primero acomodé todo lo innecesario en cajas y las saqué a la calle, esperando que aquellos que creyeran necesitar mi basura se las llevaran consigo. Luego, escribo un breve texto en Facebook, ofertando la recámara.

Solicitaba personas solteras, de preferencia estudiantes. No importaba la edad siempre y cuando fuesen mayores de edad y con la responsabilidad suficiente para mantener la casa en orden. Hombre o mujer, daba igual. En realidad, fantaseaba con una mujer, además guapa, pero, siendo sinceros, es más fácil vivir con un caballero. Menos drama, ya saben.

Para mi sorpresa, a la mañana siguiente, sin pedir audiencia, se presenta a mi puerta el mismísimo Sigmund Freud. Acarreaba consigo dos maletas, una llena de camisas y trajes, la otra con un montón de libros que luego utilicé para incendiar mi casa. Hay una buena razón por la que hice aquello, pero se los contaré más adelante.

Vivir con Freud no suena tan trágico como en realidad lo es, como podrán darse cuenta a continuación. Debo decir, de antemano, que nunca recibí un pago por el alquiler y, además, gasté más dinero durante su estancia. Como ven, a veces las cosas salen completamente contrarias a lo que uno tendría planeado. Si se trata del destino o a causa de uno mismo es algo que aún no me logro responder, pero de lo que sí estoy seguro, es de dos cosas: primero, que todos vamos a morir; y, segundo, que vivir con Freud acrecienta las posibilidades de que eso pase mucho antes de lo que pensarías. No es que Sigmund sea un imán del infortunio, sino que su propio instinto de Tánatos te arrastra a una vorágine de situaciones que ponen en riesgo al propio amor por la vida.

Para no alargar más esto contándoles cuál fue mi sorpresa al verlo, les diré que atravesó la puerta apenas la abrí, disculpándose por no haber llamado antes. Atónito, le ayudé con sus maletas.

—Espera, sí eres Andrés, ¿verdad? —Preguntó—. Sería muy incómodo haberme equivocado de casa, como aquella vez en Viena que... No, definitivamente eres Andrés.

Nunca le pregunté cómo supo que efectivamente se trataba de mi persona, pero se lo reafirmé repitiendo mi nombre mientras le extendía la mano.

Los primeros días fueron justamente como se esperarían. Muchas horas discutiendo y analizando nuevas teorías, realizando profundas interpretaciones de mi persona (Freud nunca permitía una interpretación de sus comportamientos) y, por supuesto, fumando mucho. En realidad, los primeros días fueron muy didácticos. Digo, después de todo, ¿quién, sobre todo en mi área, desaprovecharía la oportunidad de compartir argumentos con el creador del psicoanálisis? Entonces, sería injusto de mi parte decir que todo fue tragedia, en tanto una de las noches más amenas que he tenido a lo largo de estos aciagos treinta y ocho años, fue aquella en la que Freud conoció el tequila.

Al bordeWhere stories live. Discover now