Capitulo 12: Un voto solemne y una promesa

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Hasta el viernes siguiente Marilla no se enteró de la historia del sombrero adornado con flores. Al volver de la casa de la señora Lynde, llamó a Ana.
- Ana, la señora Rachel dice que el domingo fuiste a la iglesia con el sombrero ridículamente adornado con rosas y narcisos. ¿Qué te impulsó a hacer eso? ¡Debes haber sido algo digno de verse!.
- Oh, ya sé que el rosa y el amarillo no me quedan muy bien – empezó Ana.
- ¡Muy bonito! ¡Lo ridículo fue ponerle flores al sombrero, no importa de qué color
fueran! ¡Eres la criatura más extravagante!.
- No veo que sea más ridículo llevar flores en el sombrero que en el vestido – protestó Ana
–. Infinidad de niñas tenían ramos de flores sujetos al vestido. ¿Cuál es la diferencia?
A Marilla no la iban a llevar de la seguridad de lo concreto a las dudosas rutas de lo abstracto.
- No me contestes así, Ana. Fuiste una tonta. Que no te vuelva a ver hacerlo. La señora Rachel dijo que hubiera querido que la tierra la tragase cuando te vio llegar ataviada así. No pudo acercarse a decirte que te las quitaras hasta que fue demasiado tarde. Diré que la gente lo consideró algo horrible. Desde luego que pensarán que yo te he dejado salir así.
- Oh, lo siento tanto – dijo Ana, con las lágrimas asomándole a los ojos –. Nunca pensé que le desagradara. Las rosas y los narcisos eran tan bonitos que me pareció que quedarían bien en el sombrero. Muchas de las niñas llevaban flores artificiales en los sombreros. Me parece que voy a ser un dolor de cabeza para usted. Quizá será mejor que me devuelva al asilo. Eso sería terrible; no creo que pudiera resistirlo. Es probable que muriera consumida por la tristeza; ¡así y todo, estoy tan delgada! Pero todo eso es mejor que ser un dolor de cabeza para usted.
- Tonterías – dijo Marilla, enfadada consigo misma por haber hecho llorar a la niña –. Puedes estar segura de que no quiero devolverte al asilo. Todo cuanto deseo es que te comportes como las otras niñas y no hagas el ridículo. No llores más. Tengo algunas noticias que darte. Diana Barry ha regresado esta tarde. Voy a pedirle prestado el patrón de una falda; y si quieres, puedes acompañarme y así conocer a Diana.
Ana se puso en pie, con las manos apretadas y las lágrimas corriéndole aún por las mejillas; el trapo de cocina que estaba doblando cayó desplegado por el piso.
- Oh, Marilla, tengo miedo; ahora que ha llegado el momento, tengo miedo de verdad. ¿Qué pasaría si no le gusto? Sería la desilusión más trágica de mi vida.
- Vamos, no te aturdas. Me gustaría que no emplearas palabras largas. Suena tan raro en una niña. Creo que le gustarás bastante a Diana. Es a su madre a quien debes conquistar. Si se ha enterado de tu contestación a la señora Lynde y de tu aparición en la iglesia con flores en el sombrero, no sé qué pensará de ti. Debes ser cortés y bieneducada y no hacer ninguno de tus sorprendentes discursos. ¡Por todos los santos, estás temblando!.
Ana estaba temblando y tenía la cara pálida y tensa.
- Oh, Marilla, también usted estaría excitada si estuviera a punto de conocer a una niña
que espera que sea su amiga del alma y a cuya madre corriera el peligro de no gustarle –
dijo mientras se apresuraba a ponerse el sombrero.
Fueron hasta "La Cuesta del Huerto" por el atajo del arroyo, subiendo la colina de los
abetos. La señora Barry salió a la puerta de la cocina en contestación a la llamada de Marilla. Era una mujer alta, de ojos y cabellos negros, con boca resuelta. Tenía la reputación de ser muy estricta con sus hijos.
- ¿Cómo está usted, Marilla? – dijo cordialmente –. Pase. Supongo que ésta es la niña que han adoptado.
- Sí. Se llama Ana Shirley.
La señora Barry le estrechó la mano y dijo gentilmente:
- ¿Cómo estás?.
- Estoy bien físicamente aunque muy maltrecha de espíritu, señora; muchas gracias – dijo
Ana con seriedad. Y luego le dijo a Marilla con un murmullo –: No hubo nada
sorprendente en eso, ¿no es así?.
Diana estaba sentada en el sofá, leyendo un libro, que apartó cuando entraron las visitas. Era
una niña muy bonita, con los cabellos y los ojos negros de su madre, y las mejillas rosadas y una expresión alegre que heredara de su padre.
- Ésta es Diana, mi niña – dijo la señora Barry –. Diana, puedes llevar a Ana al jardín y enseñarle tus flores. Será mejor que cansarte los ojos con ese libro. Lee demasiado – esto lo dijo a Marilla cuando salían las niñas -, y no puedo evitarlo, pues su padre la ayuda y la instiga. Siempre está leyendo. Me alegra que tenga la oportunidad de encontrar una compañera de juego; quizá eso la lleve más al aire libre.
Ana y Diana estaban fuera, en el jardín bañado por la suave luz del atardecer, que entraba por entre los viejos abetos, contemplándose tímidamente por encima de un plantel de hermosas lilas.
El jardín de los Barry era un hermoso conjunto de flores que hubiera tocado el corazón de Ana en cualquier otro momento menos crucial. Estaba enmarcado por altos y viejos sauces y abetos, bajo los que surgían flores que amaban la sombra. Senderos bien cuidados, en ángulo recto, bordeados con campanillas, lo cruzaban como cintas rojas y en los parterres surgían tumultuosas las flores. Había rosadas dicentras y grandes y espléndidas peonías escarlatas; narcisos blancos y fragantes y espinosas y dulces rosas de Escocia; aguileñas rosas y azules; boj, menta y tréboles; relámpagos escarlatas que surgían sobre las blancas corolas. Un jardín donde se detenía el sol y zumbaban las abejas y donde los vientos, seducidos, vagaban y acariciaban todo.
- Oh, Diana – dijo Ana por fin, cogiéndose las manos y hablando casi en un susurro –, ¿piensas... crees que te puedo gustar un poquito... lo suficiente como para que seas mi amiga del alma?.
Diana rió. Siempre reía antes de hablar.
- Sospecho que sí – dijo francamente –. Estoy muy contenta de que hayas venido a vivir a
"Tejas Verdes". Me gustará tener alguien con quien jugar. No hay otras niñas que vivan
lo suficientemente cerca como para jugar y mis hermanas son muy pequeñas.
- ¿Juras ser mi amiga por siempre jamás? – exigió Ana ansiosamente. Diana parecía extrañada.
- Pero jurar es un pecado muy grande – dijo en tono de reproche.
- Esta clase de juramentos, no. Como sabrás, hay dos clases de juramentos.
- Yo nunca supe más que de una – dijo Diana dubitativamente.
- Hay otra más. Ésa no tiene nada de malo. Sólo significa hacer un voto y prometer
solemnemente.
- Bueno, no tengo inconveniente en hacer eso – asintió Diana, aliviada –. ¿Cómo se
hace?.
- Se juntan las manos, así – dijo Ana solemnemente –. Debe hacerse bajo agua corriente.
Imaginaremos que este sendero es una corriente de agua. Diré primero el juramento. Juro solemnemente ser fiel a mi amiga del alma, Diana Barry, mientras haya luna y sol. Ahora, dilo tú y pon mi nombre.
Diana repitió el "juramento", riendo antes y después. Luego dijo:
- Eres una niña rara, Ana. Ya lo había oído antes. Pero creo que te querré de verdad. Cuando Marilla y Ana regresaron a casa, Diana las acompañó hasta el puente de troncos.
Las dos niñas caminaron del brazo. Se separaron entre promesas de pasar juntas la tarde siguiente.
- Bueno, ¿encontraste en Diana un espíritu gemelo? – preguntó Marilla mientras cruzaban el jardín de "Tejas Verdes".
- Oh, sí – suspiró Ana dichosamente inconsciente de cualquier sarcasmo por parte de Marilla –. Oh, Marilla, en estos momentos soy la niña más feliz de la isla del Príncipe Eduardo. Le aseguro que esta noche rezaré con toda mi alma. Diana y yo vamos a construir mañana un teatro. ¿Puedo quedarme con esa loza rota que hay en la leñera? El cumpleaños de Diana es en febrero y el mío es en marzo; ¿no le parece una extraña coincidencia? Diana me prestará un libro. Ella es totalmente espléndida. Me va a enseñar un lugar en el bosque donde crecen los lirios. ¿No le parece que Diana tiene ojos muy espirituales? Oh, cuánto quisiera tenerlos yo. Diana me va a enseñar una canción llamada "Nelly en la cabaña de los avellanos". Me va a dar un cuadro para que lo coloque en mi habitación: dice que es un cuadro muy hermoso, una bella dama con un vestido de seda celeste. Un vendedor de máquinas de coser se lo regaló. Quisiera tener algo para regalarle a Diana. Soy dos dedos más alta que ella, pero Diana es tanto así más gorda; dice que le gustaría ser delgada porque es mucho más gracioso, pero temo que lo dijo sólo para no herir mis sentimientos. Vamos a ir algún día a la costa a buscar conchas. Hemos acordado llamar al manantial que hay cerca del puente de troncos "La burbuja de la dríada". ¿No es un nombre perfectamente elegante? Una vez leí algo sobre un manantial llamado así. Creo que una dríada es una especie de hada crecida.
- Bueno, espero que no agotes a Diana – dijo Marilla –. Pero recuerda esto cuando hagas tus planes, Ana: no vas a estar jugando todo el tiempo, ni siquiera la mayor parte de él. Tienes trabajo que hacer y has de acabarlo primero.
La copa de la felicidad de Ana estaba llena y Matthew la hizo desbordar. Acababa de regresar de un viaje al almacén de Carmody y sacó tímidamente un paquete de su bolsillo para entregárselo, ante la mirada desaprobadora de Marilla.
- Supe que te gustan los caramelos de chocolate, así que te traje algunos.
- ¡Hum! – gruñó Marilla –. Echarás a perder sus dientes y su estómago. Vamos, vamos, criatura, no pongas esa cara. Puedes comértelos, ya que Matthew ha ido a buscarlos. Debió traértelos de menta. Son más saludables. No te vayas a atragantar comiéndolos
todos ahora.
- Oh, no – dijo Ana ansiosamente –. Esta noche no comeré más que uno, Marilla. ¿Puedo
darle a Diana la mitad del paquete? El resto será doblemente dulce si lo hago. Es bello
pensar que puedo darle algo.
- En favor de esa niña, te diré – dijo Marilla cuando Ana se hubo retirado a su cuarto – que
no es tacaña. Estoy contenta, pues la tacañería es lo que más detesto. Hace tres semanas que vino y parece que hubiera estado aquí siempre. No puedo imaginarme la casa sin ella. No me mires como diciendo "ya te lo dije". Está mal en una mujer, pero en un hombre es insufrible. Estoy de acuerdo en reconocer que me alegro de haber consentido en que se quedara, y que me gusta cada día más, pero no hagas hincapié en esa cuestión, Matthew Cuthbert.

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