Capitulo 37: La muerte siega una vida

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—¡Matthew! ¡Matthew! ¿Qué ocurre? ¿Estás enfermo? Era Marilla quien hablaba, reflejando alarma en cada palabra. Ana atravesó el salón con las manos llenas de narcisos blancos

 —mucho tiempo pasó antes de que la muchacha pudiera volver a disfrutar con la vista o el perfume de los narcisos blancos—, a tiempo para escucharla y ver a Matthew de pie junto a la puerta del porche, con un periódico doblado en las manos y la cara gris con una mueca extraña. Ana dejó caer las flores y cruzó la cocina hacia él al mismo tiempo que Marilla. Ambas llegaron demasiado tarde; antes de que estuvieran a su lado, Matthew había caído sobre el umbral.

 —Se ha desvanecido —dijo Marilla—. Ana, corre en busca de Martin. ¡Rápido! Está en el granero. Martin, el mozo, que acababa de llegar del correo, salió al momento en busca del médico, deteniéndose en «La Cuesta del Huerto» para enviar al señor Barry y a su esposa. La señora Lynde, que estaba de visita, también fue. Encontraron a Ana y Marilla tratando de volver a Matthew a la conciencia. La señora Lynde las apartó suavemente, le tomó el pulso y le puso el oído sobre el corazón. Las miró a la cara con triste expresión y lágrimas en los ojos.

 —Oh, Marilla —dijo gravemente—, no creo... que podamos hacer nada por él. —Señora Lynde, ¿no pensará...? No puede pensar que Matthew esté... esté... —Ana no pudo decir la horrible palabra; palideció.

 —Me temo que sí. Mira su cara. Cuando hayas visto ese gesto tan a menudo como yo, sabrás qué significa. Ana miró la quieta cara y contempló el sello de la Gran Presencia. Cuando llegó el médico, declaró que la muerte había sido instantánea y probablemente indolora, causada con toda probabilidad por una gran impresión. El secreto de ésta fue descubierto en el periódico que Matthew tenía y que Martin trajera aquella mañana del correo. Traía la noticia de la quiebra del Banco Abbey. La noticia se esparció con rapidez por Avonlea, y durante todo el día amigos y vecinos llegaron a «Tejas Verdes», entrando y saliendo en visitas de afecto para el muerto y los vivos. Por vez primera, el tímido y callado Matthew Cuthbert era una persona de gran importancia; la blanca majestad de la muerte había caído sobre él y le había apartado de los demás. Cuando la noche calma cayó suavemente sobre «Tejas Verdes», la vieja casa quedó quieta y tranquila. En la sala yacía Matthew Cuthbert en su ataúd, con su largo cabello gris encuadrándole la plácida cara, donde tenía una pequeña sonrisa, como si durmiera, con sueños placenteros. Había flores rodeándole, dulces flores antiguas que plantara su madre en el jardín familiar en sus días de recién casada y por las cuales sintiera Matthew un amor secreto y callado. Ana las había recogido y se las había traído, con los ojos angustiados y sin lágrimas. Era lo último que podía hacer por él. Los Barry y la señora Lynde las acompañaron aquella noche. Diana fue a la buhardilla, donde estaba Ana junto a la ventana y le dijo:

 —Querida Ana, ¿quieres que me quede esta noche a dormir contigo? 

—Gracias, Diana —Ana miró cariñosamente a su amiga—. Creo que no lo tomarás a mal si te digo que quiero estar sola. No tengo miedo. No he estado sola un minuto desde que ocurriera y quiero estarlo. Quiero estar sola y en silencio para hacerme a la idea. No puedo hacerme a la idea. La mitad del tiempo me parece que Matthew no puede estar muerto y la otra mitad me parece que lo ha estado desde largo tiempo atrás y que he tenido este horrible dolor desde entonces. Diana no comprendió del todo. Podía entender mejor la pena vehemente de Marilla, que rompía todos los límites de su reser- va natural y sus costumbres de toda la vida con sus sollozos, que la agonía sin lágrimas de Ana. Pero se retiró amablemente, dejando a Ana sola con su dolor.

Ana tenía la esperanza de que las lágrimas llegarían al quedarse sola. Le parecía terrible no poder llorar por Matthew, a quien había querido tanto, y que había sido tan bueno; Matthew, que la tarde anterior había paseado con ella y que ahora yacía en el oscuro cuarto de abajo con esa terrible paz en el rostro. Pero las lágrimas no llegaban, ni aun cuando se arrodilló junto a la ventana y rezó, mirando a las estrellas más allá de las colinas; no llegaban; sólo un horrible y sordo dolor continuo golpeándola hasta que se durmió, rendida por la pena y la excitación del día. En medio de la noche despertó, rodeada de silencio y oscuridad, y el recuerdo del día se presentó ante sus ojos como una ola de amargura. Podía ver el rostro de Matthew sonriéndole como le había sonreído cuando se despidiera en la puerta la noche anterior; podía escuchar su voz diciendo: «Mi niña, mi niña, de quien estoy orgulloso». Entonces las lágrimas llegaron y Ana lloró de todo corazón. Marilla la oyó y fue a consolarla. 

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