Capitulo 33: el festival en el hotel

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—De cualquier modo, Ana, ponte tu vestido blanco de organdí —dijo Diana decididamente. Se encontraban en la buhardilla; afuera, reinaba el crepúsculo; un maravilloso crepúsculo amarillo verdoso bajo un límpido cielo azul pálido. Una inmensa luna, que cambiaba lentamente de pálido en brillante su argentino color, alumbraba el Bosque Embrujado; el aire estaba lleno de sonidos estivales: amodorrados gorjeos de pájaros, caprichosas brisas, voces lejanas y risas. Pero en la habitación de Ana estaba cerrada la persiana y encendida la lámpara, pues se llevaba a cabo un importantísimo tocado. La buhardilla había cambiado mucho desde aquella noche, cuatro años atrás, en que Ana sintiera que penetraba en lo más profundo de su espíritu toda su desnudez con su inhóspito frío. Los cambios habían surgido, y Marilla convino en ellos con resignación, hasta que el cuarto quedó convertido en el nido más dulce y delicado que pudiera desear una jovencita. La alfombra de terciopelo con rosas y las cortinas de seda que fueron los primeros sueños de Ana nunca habían llegado a materializarse; pero éstos se habían sosegado al crecer y no es probable que lamentara no poseerlas. El suelo estaba cubierto con una bonita estera, y las cortinas que cubrían las altas ventanas agitadas por las errantes brisas, eran de muselina verde pálido. Las paredes, si bien no estaban tapizadas con brocado oro y plata, estaban revestidas de un delicado estampado con flores de manzano y adornadas con unos pocos y buenos cuadros que la señora Alian le regalara. La fotografía de la señorita Stacy ocupaba el sitio de honor y Ana se había impuesto la sentimental ocupación de poner siempre flores frescas en la repisa que se hallaba debajo. Aquella noche perfumaba la habitación la suave fragancia de las lilas. No había «muebles de caoba», pero sí una biblioteca pintada de blanco, llena de libros; una mecedora de mimbre cubierta con almohadones; un tocador con un tapete de muselina blanca; un primoroso espejo con ribete dorado, rosados cupidos y uvas de color púrpura pintados sobre el arco superior, que había estado en el cuarto de huéspedes, y una cama blanca. Ana se estaba vistiendo para ir a un festival en el hotel de White Sands. Los huéspedes lo habían organizado a beneficio del hospital de Charlottetown y habían reclamado la ayuda de todos los aficionados con talento de los alrededores. A Bertha Sampson y Pearl Clay, que pertenecían al coro de la iglesia bautista de White Sands, se les había pedido que cantaran un dúo; Milton Clark, de Newbridge, iba a tocar un solo de violín; Win-nie Adella Blair, de Carmody, cantaría una balada escocesa, y Laura Spencer, de Spencervale, y Ana Shirley, de Avonlea, iban a recitar. Como Ana había dicho en una ocasión, ésta era «una época en su vida», y la excitación le hacía sentir deliciosos estremecimientos. Matthew se hallaba transportado al séptimo cielo del orgullo por el honor que se había conferido a Ana, y Marilla no se quedaba atrás, aunque hubiera muerto antes que admitirlo, y dijo que no le parecía correcto que un grupo de jóvenes fueran al hotel sin la compañía de una persona responsable. Ana y Diana iban a ir con Jane Andrews y su hermano Bill en su coche de doble asiento; y también concurrían varios jóvenes y jovencitas de Avonlea. Se esperaba un grupo de visitantes del pueblo y después del festival se serviría una cena a los participantes. —¿Realmente te parece que el de organdí será el mejor? —inquirió Ana ansiosamente—. Creo que el de muselina azul estampada es más bonito y, sin lugar a dudas, más a la moda. —Pero el blanco te queda mucho mejor —dijo Diana—. ¡Es tan delicado! El de muselina es almidonado y te hace parecer demasiado puntillosa. Pero el de organdí da la impresión de que forma parte de ti. Ana suspiró condescendientemente; Diana estaba adquiriendo reputación por su buen gusto en el vestir y sus consejos eran muy solicitados. También ella estaba muy guapa aquella noche

especial con un vestido rosado, color del que Ana siempre tendría que prescindir; pero como no iba a tomar parte en el festival, su apariencia era de menor importancia. Todos sus anhelos se concentraban en Ana, quien, para honor de Avonlea, debía estar vestida y adornada como para desafiar cualquier mirada. —Corre un poco más ese volante... así; ven, déjame atarte el cinturón; ahora los zapatos. Voy a dividir tu cabello en dos gruesas trenzas y las ataré por la mitad; no, no deshagas ni un rizo de los que caen sobre la frente; es como mejor te queda, Ana, y la señora Alian dice que pareces una madonna cuando te peinas así. Te pondré esa rosa blanca detrás de la oreja. Era la única que había en casa y la guardé para ti. —¿Me pongo las perlas? —preguntó Ana—. Matthew me trajo un collar de la ciudad la semana pasada y sé que le gustaría vérmelo puesto. Diana frunció los labios, inclinó la cabeza con aire crítico y finalmente se pronunció en favor de las perlas. —¡Hay algo tan estilizado en ti, Ana! —dijo Diana con admiración exenta de toda envidia—. ¡Tienes un porte tan especial! Supongo que es por tu figura. Yo soy regordeta. Siempre temí llegar a serlo y ahora sé que es así. Bueno, supongo que tendré que resignarme. —Pero si tienes hoyuelos —sonrió Ana afectuosamente al vivo y bonito rostro que se encontraba cerca del suyo—. Hoyuelos maravillosos como pequeñas abolladuras en la crema. Yo he perdido todas las esperanzas de tenerlos. Mi sueño de hoyuelos nunca será una realidad; pero tantos otros se han cumplido, que no debo quejarme. ¿Ya estoy lista? —Completamente —aseguró Diana en el instante en que Ma-rilla apareció en la puerta; una figura delgada con más cabellos grises que en otros tiempos, pero con un rostro mucho más tierno—. Venga y observe a nuestra declamadora, Marilla. ¿No está encantadora? Marilla emitió un sonido mezcla de bufido y gruñido. —Está limpia y decente. Me gusta esa manera de arreglarse el cabello. Pero supongo que arruinará el vestido viajando con él por el polvo y el rocío. Y además parece demasiado liviano para una noche tan húmeda. De cualquier modo, el organdí es la tela menos útil del mundo, y así se lo dije a Matthew cuando la compró. Pero hoy en día es inútil decirle algo a Matthew. Tiempo hubo en que hacía caso de mis consejos, pero ahora compra cosas para Ana sin ton ni son, y los horteras de Carmody saben que pueden engañarle con cualquier cosa. Basta con que le digan que algo es bonito y a la moda para que Matthew les suelte su dinero. Ten cuidado de mantener tu falda lejos de las ruedas, Ana, y ponte tu chaqueta abrigada. Luego Marilla bajó la escalera con paso majestuoso pensando orgullosamente cuan dulce parecía Ana,

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