Epílogo

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Anthony Stark:

Sabías que estaría ahí, que te seguiría a ti, a tus preciadas cartas; las palabras de Whitman en tu lápida fueron la prueba fehaciente. He de suponer que, al final, lograste tu cometido: me despojaste de ti. Pero me temo que no fue ésa tu voluntad, pues las enfermedades nocivas no se piden y, un sufrimiento como tal, no lo soporta ni siquiera el hombre más fuerte. En ocasiones, me siento a pensarte, a contemplarte en los vestigios que quedan en mi cabeza y finjo que aún puedo enredar mis dedos en los tuyos. Tu aroma me inunda al despertar, por las noches en vela, por las tardes de ocio... Entonces reparo en que, tras cada día, tu fragancia se borra un poco de las mantas. Te echo en falta sin quererlo. Queriéndolo también.

Soy consciente de lo mal que me has sentado y lo mucho que eso me gustó. Te aborrecí como a nadie en el ejército. Eras descarado, jovial, galante, con ese precioso rostro por el que cualquiera habría de caer. Eras la maldita salvación de todo hombre en medio de un mar de sangre, de guerra. Conservabas la sonrisa en tus labios frente a los demás para transmitir una paz que no teníamos, pero nosotros creíamos en ti fielmente. Sé que sostuviste la mano de Bruce en su horroroso lecho de muerte. Él era tan sólo un genio adolescente al que obligaron a unirse a la distopía. Le prometiste que volvería a casa para continuar con sus experimentos y, aunque no lo consiguió, te propusiste fundar un colegio para niños prodigio en su honor, un avance inesperado después de la tragedia apenas acaecida. A veces tomo la ruta que conduce al imperioso edificio para volver a casa.

Nunca esperé nada de ti. Por infortunio, antes de toparme contigo escuché de la malsana reputación de tu familia: la infidelidad furtiva de tu padre, el alcoholismo, su obsesión por desafiar otras naciones en busca de la victoria. Así, soñaba con encontrar en tus ojos el reflejo de su despiadado ser. Y cuando nos vimos cara a cara por primera vez, cuando discutimos por el más absurdo de los asuntos, no hallé sino las ruinas de alguien mejor que trataba desesperadamente de afrontar las cenizas de sus progenitores. El corazón que el resto alardeaba que no había en ti, yo supe encontrarlo. Reconociste que al perder el aliento y las palabras, había atravesado las fronteras superficiales para comenzar a indagar en lo íntimo. A solas y a oscuras, me reprochaste mi atrevimiento. Ése fue el inicio de nuestros encuentros.

Añorarte es una de las mejores costumbres que me quedan, Tony. Remonta mi anhelo en los anocheceres en que, impaciente, esperaba tu llegada. Ahora no resta sino tu perpetua ausencia. Vuelve, te lo imploro; vuelve y te diré cuánto he llegado a amarte desde el principio de los tiempos nuestros.

"¡Oh, Corazón! ¡Corazón! ¡Corazón!".

Tuyo, Steven Rogers.





NOTA

He aquí el final de esta historia. Me tomó tiempo acabarla, lo reconozco y me disculpo por hacerles esperar una eternidad. Pero espero que, sean cuantos sean lo que aún me leen, no se hayan decepcionado por esta obra y su desarrollo, así como su respectivo desenlace.

Muchas gracias por leer, votar y comentar. No sé cómo agradecérselos sinceramente, así que recurro a mis pobres palabras. En verdad aprecio el solo hecho de que le den una oportunidad a mi escrito.

Hasta la próxima.

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