Parte 30

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Si alguna vez me preguntan "¿Qué salvarías de un naufragio?", yo voy a contestar: El barco

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Si alguna vez me preguntan "¿Qué salvarías de un naufragio?", yo voy a contestar: El barco. En mi primer intento por llegar a Rio Grande desde La Paloma, fui a parar a la orilla que está a la salida del puerto uruguayo. El Señor de los Mares, me dicen. Lo importante es que el velero que terminó en la costa haciendo agua, con roturas varias y algunas pérdidas, ya volvió a ser el Shamrock. Hasta quedó mejor, con detalles de terminación solo para entendidos. De un lado del quillote, escrito a mano, se puede leer PUTO EL QUE BUCEA. Me pareció divertido venir persiguiendo pececitos de colores y encontrarte con ese mensaje. Ya veremos cómo reaccionan los buceadores. Que mi barco volviera a flotar nuevamente no fue ningún milagro. Fue gracias a un montón de gente que se acercó, viajó o mandó algo; desde ánimo, hasta un panel solar.

Eduardo tiene dos semanas de vacaciones al año. Vacaciones que por distintos motivos, le vengo arruinando las últimas tres ediciones. En vez de acabar con mi vida, que sería lo más lógico y hasta penalmente inimputable, decidió venir a arreglar un barco. Nos divertimos como si hubiésemos ido a Las Vegas. Exceptuando, claro, la noche que fuimos a la casa de las rosarinas dispuestos a cocinar pizzas a la parrilla y nos dijeron que las habían invitado a comer sushi. Cómo no se nos ocurrió, en esos nueve kilómetros que pedaleamos hasta su casa, que existía la posibilidad de que las chicas no tuvieran corazón alguno. Cómo fue que no pensamos que si algo salía mal, a la vuelta íbamos a tener que hacer los mismos nueve kilómetros, con los mismos canastitos repletos de ingredientes. Vos, llevando los seis paquetes de mozzarella y las bebidas. Yo, empujando las prepizzas, el jamón, la rúcula, el roquefort, los dos kilos de tomate y medio de cebolla. Cómo nadie en el supermercado se acercó para advertirnos que estábamos siendo demasiado optimistas con las cantidades. Que si por una de esas casualidades nos cancelaban el programa, íbamos a tener que comer pizza hasta el próximo mundial. Buena onda, las rosarinas. Agarraron viaje enseguida.

Conocer a Daniel y a Ana fue un regalo de la desgracia. Por momentos, me hicieron olvidar de que el Shamrock yacía sobre cuatro tambores. La primera noche que estuvo en ese varadero improvisado me contuvieron en medio de una tormenta histórica. Desde adentro de su camioneta, apreté los dientes rogando para que las estacas que habíamos colocado fueran más fuertes que los vientos que las ponían a prueba. Mi decisión estaba tomada. Si el barco se caía al piso, yo me tiraba abajo, y colorín colorado. Sabiendo que mi casa iba a estar inhabitable por un tiempo, ellos me ofrecieron otra, en tierra firme, con techo y sábanas. En temporada la alquilaban a turistas que venían a descansar a La Paloma. Fuera de ella decidieron, después de conversarlo en alguna cena, prestársela a un muchacho argentino que se había estrolado contra la costa en medio de un temporal.

Después de reflotar al Shamrock, tuve que sacarlo del agua para repararlo. El lado negativo es que quedó hecho bolsa. El lado positivo es que sigo teniendo vista al mar. El puerto de La Paloma no cuenta con instalaciones para hacer reparaciones fuera del agua. Para subirlo a tierra se decidió usar la grúa destinada a mover la carga de los barcos pesqueros. El Shamrock no tiene muchos puntos en común con un cajón de merluza, pero matemáticamente era una opción viable, y objetivamente, la única disponible.

Capaz que vuelvoWhere stories live. Discover now