Parte 38

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París me dejó los ojos acalambrados y las piernas mudas

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París me dejó los ojos acalambrados y las piernas mudas. Me recorrí cada museo, parque, monumento, catedral, mercado, todo. Al ser una de las ciudades más visitadas del mundo, es entendible la cantidad de atracciones que tiene para ofrecer. El que sale perdiendo es el transporte público: la tentación de conocerlas caminando es irresistible. Las calles son un amor. No una o dos, como suele ocurrir en cualquier lado. Todas las calles. Doblás a la derecha y salís a un empedrado con farolas que son lindas hasta cuando están apagadas. Si girabas a la izquierda, había un boulevard, que en castellano querrá decir fábrica de suspiros. Los edificios donde viven secretarias, choferes, familias con dos hijos, tienen el encanto de un castillo, con el plus de que están uno al lado del otro, y no aislados en la cima de una colina. En una plaza para pasear al perro, te podés quedar dando vueltas hasta que tenga cría. Los museos, ahora que lo pienso, son una excusa para que la gente descanse un poco y siga viaje buscando más veredas.

En París se respira glamour. También aire, pero más que nada glamour. Acá, hasta las monjas salen de shopping; bolsas en mano, crucifijo en el pecho y sonrisa al frente. Es todo muy chic. A la vuelta estaban pintando una fachada y al auto que estaba abajo lo cubrieron con plástico para no salpicar. Cuando le saqué una foto, los albañiles me miraron con desconcierto. No entendían lo curioso de tapar un auto para no mancharlo. No me hagan caso, muchachos, el raro soy yo.

Una vez al año, las calles de París cambian los tacos por las zapatillas para bailar al ritmo de la música electrónica. El festival Techno Parade reúne a 350.000 personas que marchamos felices a lo largo de cinco kilómetros siguiendo a los DJ que van tocando arriba de camiones. Aprovecho que ese día el subte es gratis para ir de un set a otro. No para ahorrarme la caminata, sino porque es gratis. Los argentinos estamos acostumbrados a que no nos regalen nada. En la superficie, la tarde es una fiesta. El público desfila sonriente, al compás o no tanto, de la música que sale por los parlantes en movimiento. Aquellos que coincidieron en la calle, pero que no son parte de la fiesta, también sonríen. Los organizadores tuvieron la cortesía de repartir tapones acústicos a los que, por esas cosas de la vida, prefieren los boleros.

Por la mañana, solo se escuchaban bonjours. Algunos, como los míos, ponían en evidencia que habíamos empezado a saludar en francés recientemente. Fiel a mis virtudes, mantengo la costumbre de no poder aprender ningún idioma. Hace un rato llamé para pedir un taxi y seguro que encargué una pizza. Será que mi organismo no está en condiciones de seguir absorbiendo cultura. Me pasé de rosca. A los museos ya ni entro. Miro el folleto de la entrada, trato de imaginarme lo que hay adentro, y sigo viaje. Tampoco conocí la torre Eiffel de noche, aunque quizás haya influido la mala experiencia que tuve de día. Salvando estas atrocidades, nunca dejé de pasear. De tanto en tanto, la casualidad o el destino me ponían delante alguien nuevo por conocer. No tardaba, cualquiera de las partes, en sacar temas de conversación de los que suelen aparecer cuando dos viajeros se cruzan en el camino. Surgía entonces, casi como un mandato de las charlas entre los que están dando vueltas por Europa, la pregunta que me iba a acompañar a lo largo de las vacaciones: ¿Y a Praga no vas?

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⏰ Última actualización: Sep 27, 2018 ⏰

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