LIbro Primero

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JULIETA o El vicio ampliamente recompensado

Mi hermana Justina y yo fuimos a la escuela en Pathémont, el conocido convento a través de cuyas puertas han pasado varias de las más hermosas e inmorales damas de Francia. Era un antro de depravación, una cloaca deliciosamente obscena de perversidad, y aún cuando Justina pudo permanecer sin ser afectada por sus atractivos, en verdad confieso que yo no pude hacerlo.

Quizás al tropezar conmigo en las páginas del libro de Justina, les haya sorprendido que una joven de tan poca edad se inclinara por preceptos morales del tipo mencionado, quizá se hayan preguntado como fueron sembradas en mi alma las semillas de la perdición, como se desarrollaron y florecieron hasta convertirse en libertinaje y voluptuosidad sin freno. En las páginas siguientes tratare de contarlo.

Como es de entenderse, lo mismo que en el libro de Justina, será indispensable relatar escenas del más horrible libertinaje, desenfrenos carnales de lo más libidinoso y refinado. El bien, como se ha dicho, solo puede apreciarse claramente cuando se examina frente al mal. Sin embargo no he de pedir perdón por mi comportamiento; nunca he hecho nada de lo cual me avergüence, y aún cuando quizá mis acciones hayan sido malas -por lo menos de acuerdo con sus normas, las cuales, como pronto verán, son bastante distintas a las mías-, esas acciones me brindaron grandes placeres, pues bien, el placer es la única recompensa que yo siempre he buscado, y por lo tanto, no me arrepiento de nada. Y ahora, sin más rodeos, he aquí mi historia...

Mi iniciación en el mundo de la lujuria se produjo cuando era muy pequeña. Dotada de una precocidad que, según he oído decir, es casi exclusiva, sentí el despertar de los deseos carnales a la tierna edad de siete años, y a los nueve ya había aprendido a conseguir con los dedos el placer del tipo que habría de lograr más adelante y en mayores proporciones por medio de la actuación de los hombres y de otras mujeres.

Entonces no resulta sorprendente que, poco después de haber realizado mis prácticas solitarias, intentara, ya que siempre fui muchacha generosa, compartir con otras los placeres que había descubierto yo sola, y como el sexo masculino estaba totalmente fuera de mi alcance en Pathémont, me dediqué a adiestrar a varias de mis compañeras en las ceremonias de Lesbos. Ellas, que se sentían igual de reprimidas que yo, respondieron con gran gusto a mis avances; pero infortunadamente ninguna de nosotras gozaba de mucha experiencia en esos asuntos, y por lo tanto, nuestros esfuerzos no acostumbraban verse recompensados físicamente muy seguido.

A la edad de doce años conocí a una muchacha llamada Eufrosina; era muy hermosa; alta, de color aceitunado, y me llevaba tres años. Su cuerpo era de los que inspiran a cualquier artista, y yo, que también apreciaba las obras de la naturaleza como los que intentan reproducirlas, me enamoré de ella en seguida. Ella, por su parte, también estaba enamorada de mí, y se estableció entre nosotras una "amistad" muy cercana. (no necesito explicar que la atracción intelectual no existe entre mujeres encerradas; la única razón por una amistad es el deseo mutuo, y las que no lo sienten, o no se abandonan a él, se quedan sin amigas.)

Desgraciadamente, a pesar de ser mayor que yo, Eufrosina no era más experta que mis amiguitas en cuanto a las cosas del amor, y lo mismo sucedía conmigo. Por eso, aún cuando hacíamos nuestras prácticas con gran pasión y vigor, nunca logramos pasar de la primera etapa. Este era un defecto que afortunadamente pronto fue enmendado, nada menos que por la propia abadesa.

La abadesa, la madre Delbéne, era una mujer de una belleza extraordinaria, que a cualquiera le cortaba la respiración; tendría quizá veintinueve o treinta años de edad, pero por su figura flexible y firme parecía una muchacha de diez años menos. se había visto forzada a profesar por unos padres avaros, quienes sabían que al empeñarla de aquella forma no tendría que preocuparse por cuidarla. Pero aún cuando cumplía sus deberes religiosos con un aire de santidad aparente que habría enorgullecido a un ángel, odiaba su situación en el convento, y a los padres que la habían encerrado allí.

Como puede suponerse, yo no sabía nada de eso la tarde en que una monja más madura nos sorprendió a Eufrosina y a mi besándonos en el cubo de la escalera, y nos llevo con la madre Delbéne con vistas a una medida correctiva. Yo estaba muy asustada, y permanecí sentada en la puerta del cuarto de aquella abadesa de apariencia ejemplar, mientras Eufrosina, por ser la mayor de las dos, fue llamada primero para ser regañada; a cada momento que pasaba crecía mi temor, y mi compañera en el amor lesbiano seguía sin salir. Por fin, después de dos horas tal vez, la madre Delbéne me llamo diciendo que ya podía pasar. Caminando con cuidado me dirigí a la puerta cerrada, tras la cual estaba convencida de que encontraría un destino peor que el infierno.

Abrí la puerta, y con gran sorpresa encontré a la hermosa abadesa acostada sobre un sofá, casi desnuda. Su hábito negro, con su imponente cofia y su cuello blanco, colgaba de un gancho que estaba en la pared, y ella sólo vestía una enagua casi transparente que permitía contemplar con bastante claridad los globos llenos y redondos de sus pechos, y una cinturita de avispa que se ensanchaba en la magnificencia abombada y admirable de sus caderas. A su lado yacía la bella Eufrosina, vestida únicamente con una enagua tan fina como la gasa; con la suavidad de un blanco lechoso del cuerpo de la abadesa, y sus senos, pequeños y levantados, parecían avanzar orgullosamente después de haberse librado del sostén que los había tenido aprisionados. En ese instante todo el pánico me abandonó, sentí que se me cortaba la respiración y que las rodillas se me doblaban de deseo.

-Cierra la puerta, pequeña-dijo la madre Delbéne dulcemente, sin la menor expresión de disgusto. Cuando yo, más preocupada de lo que pudiera parecer, dudé por un momento, agregó con bondad: -No debes temer nada.

Julieta -Marqués de Sade.Where stories live. Discover now