Wagram

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Lo supo en cuanto vio llegar al emisario. Eran apenas las diez, el emperador lo debía haber despachado hacía tan sólo unos veinte minutos. Seguramente el corresponsal había tenido que cabalgar toda la noche. Era el siete de julio de mil ochocientos nueve, el oso corso había ganado de nuevo.

Tenía tan sólo dieciséis años cuando oyó de su padre la desagradable noticia de la revolución francesa; veinte cuando la tía del rey fue decapitada por los revolucionarios. Había estudiado derecho en tres universidades, siempre interrumpiéndose para asistir a las coronaciones reales. Tenía treinta y seis cuando vio llegar al emisario.

Tras la revolución francesa, con sus etapas moderada y radical, los gobiernos del Directorio y luego del Consulado habían incursionado en la Italia de los Habsburgo y el Egipto del Imperio Otomano al mando de un desconocido general de artillería que en rápidas y sucesivas victorias había tomado esos territorios para sí.

Napoleón, lo llamaban, y pronto se haría famoso. El pueblo lo amaba, la aristocracia le temía y media Europa se debatía en qué hacer con el general. Cuatro coaliciones de las principales potencias europeas habían fracasado en detenerlo. La tercera le otorgó el título del emperador de los franceses al tiempo que el Sacro Imperio Romano Germánico moría. Para cuando vio llegar al emisario, el Imperio Austríaco y el Reino Unido de la Gran Bretaña eran las únicas dos naciones que aún se resistían, en la quinta coalición.

Qué no se malentienda, admiraba al emperador francés. Salido de una pequeña burguesía, había llegado hasta el más alto escalafón de su propia sociedad. En el fondo, podía sentir algo de empatía por el "pequeño cabo" como lo llamaban sus soldados. Pero la empatía terminaba donde empezaban sus deberes para con su propio emperador. En los últimos años había servido de diplomático en Dresde, Berlín y París. Era momento de tomar las riendas de su propia suerte.

En cuanto vio llegar al emisario, lo hizo subir a su propia habitación. Todavía seguía en su ropa de dormir. Su mujer, Eleonora, nieta del famoso diplomático de María Teresa, aún dormía plácidamente. Un atrevimiento que un hombre de bajo estamento viera a una señora en su propia cama pero no había tiempo para formalidades.

-Buenos días, señor Metternich, en nombre de su majestad- saludó el emisario- Lamento molestarlo a tan tempranas horas.

-Su Majestad no molesta nunca- replicó con finura.

En un espástico movimiento, el pobre hombre le entregó una hoja de papel, doblada a las apuradas y con la tinta aún fresca.

-El archiduque Carlos ha perdido, señor. La quinta coalición ya no existe.

Esperable, por supuesto. Gran Bretaña quedaba muy lejos y la pobre Austria, si bien magnífica, nada podía hacer contra la avasalladora supremacía francesa. Otras tantas miles de vidas caían nuevamente ante la revolución.

Tristemente, Metternich lo sabía. En silencio, se vistió ante la pequeña carta que había recibido. "Os necesito en Hofburg de inmediato" decía. No necesitaba firma, tan sólo una persona podía escribir aquellas palabras. Le dejó una nota a su esposa, explicando a donde iba y partió en su carroza.



Para describir a Hofburg en pocas palabras, era el mayor palacio imperial que existía en Europa. Con una mezcla de estilos que representaban la continuidad de los Habsburgo en el tiempo, la residencia imperial de invierno coronaba la ciudad de Viena. Los funcionarios del imperio iban y venían sin cesar, en especial en aquellos tiempos de guerra. La blancura del edificio no se justificaba con las rencillas y los conflictos de su Corte. Si bien en aquel julio el calor era sofocante, el emperador no podía visitar su residencia de verano, Schönbrunn, pues estaba ocupada por los franceses.

Francisco I de Habsburgo-Lorena recibió a Metternich en su salón privado. El saludo fue seco, nobiliario y puramente formal. Con un gesto, le indicó una silla junto a lo que parecía una carta abierta.

"Su Majestad, emperador Francisco,

Le escribo en plena retirada, confiando en que esta carta llegue a sus manos. Mis hombres y yo nos hemos visto obligados a huir. Napoleón es verdaderamente el demonio de Europa.

Sin puentes, con sus ejércitos dispersos, con el general Bernadotte rebelado y sin siquiera contar con conocimiento del área, ha logrado vencer al ejército de la gran Austria. Apostaré mis tropas en Olmutz, a la espera de nuevas órdenes.

Siempre suyo,

Archiduque Carlos de Austria Teschen"

Klemens von Metternich terminó de leer y sintió un escalofrío. El poderío austríaco había sido derrotado por cuarta vez. ¿Es que nada detenía a aquel francés?

-Estoy a sus órdenes, su majestad- dijo, por decir algo que cortara aquel silencio- ¿Qué necesita?

Francisco I era un ejemplo para la monarquía. Nieto de la gran María Teresa e hijo de Leopoldo II, había adquirido la dignidad imperial del Sacro Imperio Romano Germánico con tan sólo veinticuatro años y en medio de una guerra contra la Francia revolucionaria. Representando a la perfección aquello que los revolucionarios llamaban despectivamente "el antiguo régimen", Francisco se erigió como defensor de la monarquía absolutista. Había participado en cuatro de las cinco coaliciones que, hasta ese momento, no habían logrado detener a Napoleón.

Tras la derrota de la tercera coalición en Austerlitz, junto al zar ruso, Francisco II del Sacro Imperio, optó por asegurar la supremacía austríaca por sobre los estados alemanes y disolvió el imperio que ya poco tenía de Sacro. En su lugar, se coronó como Francisco I del Imperio Austríaco.

Había conocido a Metternich en la coronación de su padre y, desde entonces, habían trabado una amistad, al menos profesionalmente. Francisco confiaba en Klemens y el intentaría no defraudarlo.

Por eso, aquel día, lo había mandado a llamar en cuanto había terminado de leer la carta del archiduque.

-Supongo...- comenzó el emperador- Supongo que querrá firmar otro tratado, otra paz inútil. Debemos entregarle más territorios, los suficientes para que acepte. Debemos darle algo que no pueda negar.

-Sí, señor, estoy en ello, ya mismo me dispongo a redactar- contestó su canciller, siempre a su servicio.

-Klemens...

-¿Sí, Su Majestad?

-Hagas lo que hagas... Sabes que tienes mi permiso pero... No entregues Bohemia ni Hungría, nunca me lo perdonaría.

Aquel emperador, no anciano pero sí agotado, mostraba en su rostro la mayor expresión de tristeza ante aque nuevo mundo, tan hostil hacia la monarquía.

-Déjelo en mis manos, Su Majestad.

El CongresoWhere stories live. Discover now