Tilsit

12 1 0
                                    


Eran los primeros meses de mil ochocientos diez. La guerra de la quinta coalición había ya terminado y Europa parecía calmarse. Napoleón controlaba la Confederación Helvética, la Confederación del Rin, el gran ducado de Varsovia y el Reino de Italia además de contar con hermanos en los reinos de España, Westfalia y Nápoles. Su unión con María Luisa y el primer tratado de Tilsit le aseguraban una alianza con Austria y Prusia respectivamente.

El Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda era el único estado que continuaba su guerra contra el Imperio Francés. Desde hacía dos años, las fuerzas británicas al mando del duque de Wellington intentaban liberar la península ibérica del dominio francés. Cada país aliado de Francia establecía un bloqueo económico hacia los productos británicos para ahogar a la isla en problemas financieros.

El segundo tratado de Tilsit, de hecho, establecía que el Imperio Ruso debía sumarse al bloqueo continental a cambio de ayuda en su guerra contra el Imperio Otomano. Pero en aquellos primeros meses de mil ochocientos diez, cuando Metternich recibió la ordenanza de Napoleón, el tratado ya carecía de valor. El zar Alejandro I había tenido el descaro de comerciar con el Reino Unido, lo que en otras palabras, era un acto de guerra.

El emisario napoleónico fue claro. La invasión al Imperio Ruso era el siguiente paso de Francia, y todos sus aliados, sin excepción, debían aportar dinero y tropas. Metternich sonrió para sus adentros. Todo marchaba de acuerdo al plan.

Se subió a una carroza rápidamente, sin despedirse de su fiel esposa y partió nuevamente hacia Hofburg, el palacio imperial. Encontró al Emperador sentado en su trono, completamente inmóvil. Era la imagen viva de la seriedad. e disponía a hablar cuando...

-No ahorrra- dijo una voz carrasposa a sus espaldas.

Metternich volteó, confundido, para ver a un jóven de al menos veinte años, muy concentrado junto a un gran lienzo.

-Disculpa, ¿tú eres...?- replicó Klemens, contrariado de que hubiera algo más importante para el emperador que lo que él tenía para decir.

-József Pesky- contestó- Y me estás tapando la luz.

¡Cuanta soberbia! ¿Aquél húngaro creía que podía hablarle así a Klemens von Metternich, Canciller del Imperio? No sólo no se apartó de la luz, sino que volteó completamente y se dirigió a grandes zancadas hacia el emperador, que miraba la escena divertido.

-Emperador, Napoleón ha enviado un emisario.

Francisco I parecía un esplendoroso y muy noble circo. Tenía toda la parafernalia real encima. La capa, el tapado, el uniforme militar, dos espadas envainadas, un bastón en la mano y un cetro en la otra, con su enorme corona en la cabeza y otras dos en una mesa cercana. Además, estaba plasmado en una pose de victoria muy incómoda.

-El Imperio Ruso ha roto el tratado de Tilsit, señor, y Napoleón piensa invadir para terminar con una de las dos monarquías que aún se le oponen.

Aquél dato fue suficiente para que el emperador abandonara su retrato, a pesar de las quejas del pintor húngaro, y desapareciera por una puerta con todos sus juguetes. Veinte minutos después, volvió a su trono con su uniforme militar.

-Te escucho- fue todo lo que dijo.

Metternich pidió un mapa y comenzó su monólogo táctico.

Napoleón quería reunir un gran ejército para invadir un territorio tan extenso como el de Rusia. La Grande Armée por sí sola contaba con cuatrocientes cincuenta mil hombres. El emperador de todos los franceses le pedía... No, le exigía a todos sus aliados una generosa contribución. Hasta ahora, todos los estados salvo Prusia y Austria habían aportado a la campaña. Los Reinos de Italia, Westfalia y España, todos en manos de familiares de Bonaparte, dirigían ejércitos de ochenta mil, setenta mil y siete mil hombres respectivamente. Por supuesto, José Bonaparte no podía aportar mucho pues se enfrentaba a Gran Bretaña en españa. Asimismo, los estados menores como el Gran Ducado de Varsovia y la Confederación del Rin aportaban noventa mil hombres cada uno. Sumados, alcanzaban los setecientos mil, tres veces más que el pequeño ejército ruso.

-Como lo ve, señor, las posibilidades del zar Alejandro son ínfimas, será aplastado y obligado a perder su territorio.

-No- contestó Francisco I- Austria no enviará su apoyo.

-Pero, su majestad, el Tratado de amistad con Francia nos obliga a aportar algo.

-El Imperio Ruso ha sido un gran aliado, no apoyaré una invasión contra ellos.

-Hay que estar del lado vencedor de esta campaña, su alteza real, y ese será Francia. De lo contrario, Napoleón no será benévolo con los Habsburgo-Lorena... Piense en su hija.

Metternich tocó una tecla sensible en el emperador. A decir verdad, necesitaba que Austria entrara en aquella guerra por conveniencia. Sabía que Prusia enviaría tropas, gracias al embajador en Berlín, pero también, gracias al embajador ruso en Viena, sabía que las tropas zaristas eran superiores. Además, la marcha sobre Rusia sería lenta y llegaría en el crudo invierno.

El canciller estaba apostando a que la campaña fracasara para así vengarse de Bonaparte. Y para eso, necesitaba que pareciera que Austria apoyaba a Napoleón, para que el cambio de bando lo tomara por sorpresa. Pero no iba a arriesgarse a contarle sus planes al emperador.

-Treinta mil hombres- dijo finalmente Francisco I- Ni uno más.

-Sus deseos son órdenes- contestó Klemens, inclinándose.

El canciller salió apresurado de la sala, para contestarle al emisario francés.



Los meses siguientes fueron de duro entrenamiento para el ejército austríaco. Si iban a la guerra, debían estar bien equipados, alimentados y entrenados. El propio emperador supervisaba su entrenamiento mientras, día y noche, Metternich manejaba los movimientos diplomáticos, de envío de suministros y de administración de impuestos.

Tan sólo restaba esperar a que el grueso del ejército francés llegara a Austria para aumentar sus filas y marchar finalmente hacia San Petersburgo. Las conversaciones que, en secreto, Metternich mantenía con los cancilleres prusiano, británico y ruso le daban esperanzas de que su plan resultara.

Grande fue su sorpresa al ver llegar una mañana, a comienzos de mil ochocientos once, a otro emisario francés. El último había sido despachado dos días antes, era imposible que Napoleón tuviera nuevas órdenes. Sin embargo, lo recibió y lo condujo ante el emperador.

-¿Otro más?- contestó Francisco I, nuevamente siendo retratado. -Hágalo pasar.

El pomposo francés, vestido completamente de azul, entró a la sala del trono.

-Traigo un mensaje de vuestra hija, María Luisa de Austria, emperatriz de todos los franceses- dijo, con voz de sonsonete y le entregó una carta al emperador.

-El Imperio francés tiene un heredero- anunció Francisco, derrotado, tras leerla- ¡Qué viva Napoleón II, rey de Roma y príncipe heredero del imperio!

El CongresoWhere stories live. Discover now